El mendigo
caminaba en una larga procesión de almas en pena sin saber muy bien donde
estaba o como había llegado hasta allí. No tardó mucho en suponerlo cuando vio
a dos hombres encapuchados repartiendo latigazos a aquellos que se negaban a
seguir caminando y se apartaban de la columna.
Al final, a la orilla de un lago
de agua negra, se encontraba Caronte, en su barca, cumpliendo con su
interminable deber de transportar las ánimas
a las puertas del Infierno. Tras varios meses de una larga espera, el mendigo
alcanzó la orilla, pero el que pasó justo delante de él fue el último, el que
llenó la gran barcaza negra.
- “Éste es el último. Es hora de
partir. Agárrense fuerte y no se caigan por la borda, no se hacen paradas”. -
La voz ronca de Caronte resonó en la enorme cueva. Era sincero cuando decía que
no se pararía a recoger a quién se caiga al mar, pues estaba lleno de gente que
nunca terminaba de ahogarse, pues ya estaban todos muertos. Sus gritos de
auxilio atormentaban a los pasajeros. No obstante, eso sería lo más fácil de
soportar, teniendo en cuenta de que les esperaba el resto de la eternidad en el
abismo.
El barco se perdió a lo lejos en
el oscuro horizonte. Mientras tanto el mendigo esperaba en el mismo lugar en el
que se había quedado. Cuando intentaba sentarse para descansar, alguno o varios
de los encapuchados le daban un latigazo. Sobra decir que desde que comenzó la
espera, meses atrás, no había probado bocado, y se estaba muriendo de hambre.
Pero al igual que los que caían al mar, no podía morir de nuevo. El sufrimiento
nunca terminaría.
Un año pasó hasta que Caronte y
su barco regresaron a aquella orilla. Pero cuando éste bajó por la pasarela y
se encontró con el mendigo se sintió asqueado y lo apartó a un lado de un empujón
para que subieran los demás. Hay que decir aquí que el mendigo jamás se duchó
en vida, pues nació pobre, y la porquería que acumuló durantre sus cincuenta años
le acompañó al más allá. El barquero se negó a subir a su barca a alguien tan
exageradamente sucio y maloliente. Pero había algo que Caronte no había
sospechado.
- “Bienaventurado señor”- dijo
el mendigo.- “Si me dejas subir a tu gran barco te pagaré con el tesoro de toda
una vida”.
- “No me tomes por idiota,
despojo. A las almas que caen aquí les quitan todas sus ropas y propiedades”
- “Mi tesoro se esconde entre la
mugre que ahora forma parte de mi cuerpo, por eso nadie lo ha visto y no han
podido arrebatármelo”. El mendigo rebuscó entre su cuerpo y cogió algo. Extendió
su mano de tal manera que sólo el barquero pudiera ver lo que guardaba. Éste,
asombrado ante el brillo de lo que había en la sucia mano de aquel hombre
repelente, le preguntó:
- “¿Qué es eso, humano?¿Qué es
ese metal deslumbrante?”
- “Un buen hombre tuvo la bondad
de dárme estas dos monedas de oro para que comprase comida, pero no tuve tiempo
pues mi corazón se paró antes de que llegase al mercado”.
Caronte había vivido hace miles
de años y en su época nadie usaba tan precioso metal. Fascinado, tomó el tesoro
del mendigo y le concedió el último lugar en ese viaje de la barca. Antes de
subir la pasarela se dirigió a aquellos que esperaban y gritó:
- “Desde ahora el pasaje vale
dos monedas de oro. Todos aquellos que no puedan pagarme permanecerán aquí para
siempre”. Y acto seguido el barco partió de nuevo con su viaje.
Desde ese momento a todos
aquellos que dispongan de esas dos monedas, se les permite quedárselas para que
puedan pagar al barquero.
De ésta forma la bondad de un
solo hombre desinteresado, terminó por convertirse en algo negativo para todas
las almas. Pero, ¿es eso suficiente para no ayudar a los demás?
No.
Iván Lus
@LusDIvan
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