viernes, 24 de julio de 2015

Caronte y el mendigo

                  El mendigo caminaba en una larga procesión de almas en pena sin saber muy bien donde estaba o como había llegado hasta allí. No tardó mucho en suponerlo cuando vio a dos hombres encapuchados repartiendo latigazos a aquellos que se negaban a seguir caminando y se apartaban de la columna.
                Al final, a la orilla de un lago de agua negra, se encontraba Caronte, en su barca, cumpliendo con su interminable deber de transportar  las ánimas a las puertas del Infierno. Tras varios meses de una larga espera, el mendigo alcanzó la orilla, pero el que pasó justo delante de él fue el último, el que llenó la gran barcaza negra.
                - “Éste es el último. Es hora de partir. Agárrense fuerte y no se caigan por la borda, no se hacen paradas”. - La voz ronca de Caronte resonó en la enorme cueva. Era sincero cuando decía que no se pararía a recoger a quién se caiga al mar, pues estaba lleno de gente que nunca terminaba de ahogarse, pues ya estaban todos muertos. Sus gritos de auxilio atormentaban a los pasajeros. No obstante, eso sería lo más fácil de soportar, teniendo en cuenta de que les esperaba el resto de la eternidad en el abismo.
                El barco se perdió a lo lejos en el oscuro horizonte. Mientras tanto el mendigo esperaba en el mismo lugar en el que se había quedado. Cuando intentaba sentarse para descansar, alguno o varios de los encapuchados le daban un latigazo. Sobra decir que desde que comenzó la espera, meses atrás, no había probado bocado, y se estaba muriendo de hambre. Pero al igual que los que caían al mar, no podía morir de nuevo. El sufrimiento nunca terminaría.
                Un año pasó hasta que Caronte y su barco regresaron a aquella orilla. Pero cuando éste bajó por la pasarela y se encontró con el mendigo se sintió asqueado y lo apartó a un lado de un empujón para que subieran los demás. Hay que decir aquí que el mendigo jamás se duchó en vida, pues nació pobre, y la porquería que acumuló durantre sus cincuenta años le acompañó al más allá. El barquero se negó a subir a su barca a alguien tan exageradamente sucio y maloliente. Pero había algo que Caronte no había sospechado.
                - “Bienaventurado señor”- dijo el mendigo.- “Si me dejas subir a tu gran barco te pagaré con el tesoro de toda una vida”.
                - “No me tomes por idiota, despojo. A las almas que caen aquí les quitan todas sus ropas y propiedades”
                - “Mi tesoro se esconde entre la mugre que ahora forma parte de mi cuerpo, por eso nadie lo ha visto y no han podido arrebatármelo”. El mendigo rebuscó entre su cuerpo y cogió algo. Extendió su mano de tal manera que sólo el barquero pudiera ver lo que guardaba. Éste, asombrado ante el brillo de lo que había en la sucia mano de aquel hombre repelente, le preguntó:
                - “¿Qué es eso, humano?¿Qué es ese metal deslumbrante?”
                - “Un buen hombre tuvo la bondad de dárme estas dos monedas de oro para que comprase comida, pero no tuve tiempo pues mi corazón se paró antes de que llegase al mercado”.
                Caronte había vivido hace miles de años y en su época nadie usaba tan precioso metal. Fascinado, tomó el tesoro del mendigo y le concedió el último lugar en ese viaje de la barca. Antes de subir la pasarela se dirigió a aquellos que esperaban y gritó:
                - “Desde ahora el pasaje vale dos monedas de oro. Todos aquellos que no puedan pagarme permanecerán aquí para siempre”. Y acto seguido el barco partió de nuevo con su viaje.
                Desde ese momento a todos aquellos que dispongan de esas dos monedas, se les permite quedárselas para que puedan pagar al barquero.
               
                De ésta forma la bondad de un solo hombre desinteresado, terminó por convertirse en algo negativo para todas las almas. Pero, ¿es eso suficiente para no ayudar a los demás?
                No.



Iván Lus
@LusDIvan

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