La noche estrellada era el único adorno
de su vida solitaria. Inundado de sueños de poeta, descansaba y pensaba
acostado sobre el techo de su coche. En el lugar habitual a la hora de siempre.
Esa es la forma en la que gastaba su tiempo. Tres o cuatro horas todas las
noches, apartado del mundo, en lo alto de una colina cercana a la desembocadura
del río, donde se localizaba un pequeño cementerio casi abandonado. Aunque no
siempre dejaba pasar las horas sin hacer nada. En ocasiones llevaba consigo una
libreta. Una libreta para escribir sencillas poesías. Ésta era una de esas
ocasiones. No obstante, no lograba encontrar la inspiración. La angustia que
dominaba su éspiritu era demasiado fuerte en ese momento. No dejaba de pensar
que había perdido el rumbo y el control de su vida. Marco Lion es el nombre de éste
joven de veintitres años, y siempre fue alguien lleno de una tristeza sin
igual.
Sus
pensamientos, hasta en ese momento fuertes, fueron apartados a un lado por una
música agresiva que sonaba seguramente al volumen máximo del equipo que la
reproducía. Procedía del otro lado del cementerio, del parque.
Extraño, ya que al ser un lugar tan
apartado, poca gente acudía a lo alto de esa colina, y menos aún a medianoche.
Un sonido agradable que mezclaba las voces guturales de dos cantantes
masculinos cuya tarea era acompañar una compleja melodía, y una angelical y
suave voz femenina. Como es normal en ese estilo de música todos cantaban en
inglés. Dificilmente apartó su mente de esa canción que tanto le agradaba.
Entonces sintió curiosidad por las personas que habían acudido allí a montar
una pequeña fiesta. Por lo tanto decidió echar un vistazo a escondidas.
Subió
el pequeño tramo de escaleras y se acercó a la puerta pequeña situada en el
lateral del cementerio, frente al lugar donde había aparcado el coche. Sabía
con seguridad que esa puerta nunca se cerraba, ya que no era la primera vez que
se colaba a hurtadillas en la noche. Siguió recto unos cincuenta metros por el
camino principal hasta alcanzar el muro. Creyó poder distinguir al menos seis o
quizás siete voces. Sin embargo, el muro, que media en su lado más pequeño tres
metros y medio, era demasiado alto para que pudiera escalarlo. Recordando una época
de su infancia, cuando jugaba en aquel mismo lugar al escondite, se dio cuenta
de que había otras formas de llegar a esa altura. Los muros de nichos y los
mausoleos. Al ser un cementerio de un pueblo pequeño y además haber sido
sustituido por otro más nuevo, muchos de los nichos permanecían vacíos. Trepó fácilmente
por ellos y luego saltó a esconderse en el tejado de uno de los mausoleos ayudándose
de la altura y el desnivel que éste tenía.
El
lejano aullido de un lobo comenzó a hacer de esa escena algo ligeramente
inquietante. Desde su posición pudo ver que en efecto había siete personas:
cinco hombres y dos mujeres. Todos aparentemente jóvenes. No habría pasado
mucho tiempo desde que dejaron atrás su adolescencia. O tal vez sí que hacía
mucho tiempo. Cuatro de los hombres estaban sentados en los bancos, al lado de
sus dos vehículos aparcados. El otro estaba en el asiento trasero de uno de los
coches, con la puerta abierta, mientras hablaba con los demás sobre las dos
hermosas mujeres que los acompañaban. Lo cierto es que decir que eran hermosas,
no parece suficiente. Su belleza era anticuada, de otro tiempo, o posiblemente
de otro mundo. Ambas se encontraban en la zona ajardinada, al otro lado de una
pequeña valla de madera, donde la luz de los faros no les alcanzaba del todo.
Bailaban juntas de manera sensual, riéndose de sus acompañantes, y de su voraz
apetito por el sexo y la bebida.
Espiar
perdió pronto el interés. Tras cinco minutos Marco empezó a notar el frío de la
noche y volvió por donde habíha venido. Del maletero de su coche cogió un
abrigo de cuero, tan largo que le llegaba hasta sus tobillos. Su favorito. En
lo poco que tardó en ponérselo se levantó una casi mágica niebla, que rápidamente
cubrió todos los alrededores. Esto ya era demasiado. ¿Cómo era posible? Esta
vez fueron varios los aullidos de lobo que se escucharon. Y no estaban muy
lejos. La risa de las jóvenes mujeres se hizo oir por encima del volumen de la
música. La curiosidad mató al gato, pensó Marco. A pesar de todo sintió de
nuevo la tentación de ir a espiar desde el mismo lugar de antes. Pero para
cuando llegó las voces se habían callado repentinamente. Fueron unos largos
segundos en aquel escalofriante silencio. Esta vez, por culpa de la densa
niebla, no alcanzaba a ver ni tan siquiera a los hombres que estaban sentados
en los bancos. A sus espaldas oyó chirriar la pequeña puerta que él había usado
para entrar. El miedo se coló en su cuerpo, más profundo y más rápido que el
frio de la noche.
Por
sólo un instante pudo distinguir unos ojos de un color rojo brillante, abajo,
en el corredor del cementerio. Era un lobo, pensó. Y no se equivocaba. Apartó
la vista y vió otro par de ojos de lobo en el pequeño pasillo que había al otro
lado del mausoleo en el que se escondía. Estaba acojonado, más asustado de lo
que nunca había estado, y aunque Marco aún no lo sabía, más asustado también de
lo que nunca jamás estaría. Su mente se nubló de golpe, tal y como lo había
hecho el lugar, y no pudo pensar en qué hacer. No pudo tampoco salir corriendo.
Estaba completamente paralizado. Y justo en ese momento el horror lo dominó
todo. Del otro lado del muro le llegaban gritos de terror y dolor. Algo le
salpicó la cara y se limpió con la mano derecha. Tardó muy poco en darse cuenta
de que era sangre. Algo más cayó a su izquierda para luego rodar hasta el
suelo. No tuvo tiempo de ver que era, pero lo sabía. Lo sabía sin duda. Era un
brazo amputado.
Los
gritos cesaron sin previo aviso. La niebla comenzó a esfumarse tan mágicamente
como había entrado en escena. El joven poeta asustado se puso en pie. Para no
caerse tuvo que agarrarse a la cruz de piedra que tenía a su lado, en el
tejado. A la cabeza le vino el recuerdo de los lobos. Los buscó con la mirada
pero ya no estaban por ningún lado. En su lugar había cuatro mujeres, dos de
ellas eran las que masacraron al grupo de hombres.
-
“Ven con nosotras querido Marco” - dijo una de las mujeres con una voz muy
sensual. Había algo extraño en la voz. Resonaba en su cabeza. - “Se buen chico
y haznos felices Marco” - los ojos les brillaban de un rojo intenso y su mirada
era lasciva y salvaje. Mientras sonreían, dejaban a la vista unos colmillos
blancos y afilados.
Una
de ellas se abalanzó directamente hacia él de un solo salto y aparentemente sin
esfuerzo. Con un brazo rodeó la cintura del aterrorizado joven, abrazándole con
fuerza, y con la otra mano le acaricio suavemente la cara. Una de sus uñas se alargó
unos centímetros y le arañó la mejilla, dejando caer un par de gotas de sangre.
La vampiresa se llevó la uña a los labios.
-
“Interesante. Hacía mucho tiempo que no encontrábamos a alguien especial” -
hizo una pausa y lamió dulcemente el arañazo que le acababa de hacer. Se dirigió
entonces a sus compañeras. - “Estoy segura”. - dijo respondiendo a una pregunta
que nadie había realizado. Al menos, no en voz alta.
Para
el joven Marco, lo que sucedió a partir de ese momento, es un torrente salvaje
de confusión. Lujuria y miedo. Risas y depravación. Sin duda fue mordido en
cientos de ocasiones. Y cada una de ellas le provocaba un tremendo placer,
seguido inmediatamente de una momentanea debilidad producida sin duda por la pérdida
de sangre. También recuerda haber bebido botellas de alcohol y sangre. Arañazos
en su espalda y gritos de dolor se mezclaban con gemidos de placer de las
cuatro vampiresas. En un segundo estaba en el suelo con una mujer sobre él y al
segundo siguiente estaba flotando en el aire, o en pie, apoyado contra alguna lápida.
No obstante, el recuerdo de esa noche es borroso, lleno de imágenes inconexas.
El
Sol estaba en lo alto cuando despertó. El dolor, inusual, incluso para un
despertar con resaca. No solo sentiá la cabeza como si se la hubiesen
taladrado, todas sus extremidades estaban agarrotadas. El mareo y el cansancio
no le dejaban ni moverse. Su delgado cuerpo no le respondía cuando lo
intentaba. Tras media hora allí tumbado en el frío marmol blanco de una de las
tumbas, se dio cuenta de que, además de sólo, estaba completamente desnudo. El
Sol le cegaba bastante pero pudo distinguir su pantalon negro colgado de uno de
los nichos vacíos. Sus botas estaban colgadas de la estatua de un ángel que había
sobre la misma tumba donde él mismo yacía. De nuevo intentó incorporarse. Un
par de veces. A la tercera lo consiguió y se sentó. Estiró su espalda y los
huesos crujieron como si no se hubiesen movido en siglos. Se crujió el cuello y
los nudillos y estiró los brazos, bostezando como un oso pardo tras su época de
hibernación.
De
la tumba al otro lado de ese pasillo cojió sus calcetines, y de allí pudo ver
sus calzoncillos, en el pequeño corredor de enfrente. Lo peor de todo fue ver
su abrigo de cuero preferido desgarrado como si un animal salvaje se lo hubiese
arrancado de la espalda y luego lo hubiese mordisqueado hasta aburrirse. A
pesar de todo lo cojió y se lo puso. Tras ponerse también los pantalones y las
botas, dio varias vueltas intentando encontrar su camiseta. Pero al final desistió.
Pensó que de todas maneras estaría hecha jirones, igual o peor que el abrigo.
Menudo dolor de cabeza. Se puso la mano sobre la frente, tratando de dilucidar
si tenía fiebre. Estaba ardiendo. Probablemente sí que tendría algo de fiebre.
El
ruido que hizo un coche acercándose le distrajo de sus pensamientos. Por la
cabeza del joven poeta se pasó la imagen de él, medio desnudo y con toda su
ropa destrozada, descubierto in fraganti por alguna pobre anciana que iba a
visitar a su difunto marido. Para evitarlo se ocultó tras el muro más cercano,
pero no pudo evitar asomar la cabeza para poder ver quién venía. Un vehículo
todoterreno de la policía aparcó en al parking que estaba frente a la puerta
principal del cementerio. Al ver que dos policias uniformados se bajaban del
coche el corazón de Marco se aceleró. Sin duda ser descubierto por la policia
era mucho peor que ser descubierto por una vieja. No tenía el más minimo interés
en pasar el dia en un calabozo. Sin pensarlo salió corriendo para ir a su
coche, el cual no podía verse desde donde estaba aparcado el coche de la
policia. Pero cuando dio dos zancadas sintió que las piernas le fallaban y cayó
al suelo.
-
¿Quién anda ahí? - gritó uno de los policias mientras abrían la cerradura.
Todo
daba vueltas. El corazón le latía más rápido de lo que lo hubiera hecho al
intentar correr una maratón. Sin embargo, para su sorpresa, fue capaz de
levantarse y de un salto, agarrarse al borde del muro, de mas de tres metros, y
saltarlo con increible facilidad. Normalmente hubiese sido una pérdida de
tiempo intentarlo ya que la puerta lateral siempre estaba abierta. A pesar de
semejante proeza física, al bajar el grupo de cinco escaleras que había al otro
lado tropezó, dándose un golpe contra la puerta de su coche. Un vehículo de
siete plazas, negro y con los cristales traseros tintados. Sabía que había
dejado la puerta abierta y las llaves puestas la noche anterior. Si fuera
religioso habría rezado para que siguieran donde las había dejado. Y le habría
dado las gracias a Dios ya que allí estaban. Pero ni lo era ni tenía tiempo
para pensar, asique se subió y encendió el motor. A toda prisa pisó el
embrague, metió primera, y pisó el acelerador. Las ruedas echaron humo y
derraparon, pero finalmente el coche avanzó, chocándose levemente con un cubo
de basura y rompiendo el cristal del foco delantero derecho. Giró el volante
bruscamente en la curva, y al hacerlo casi se estrella contra el muro de piedra
del cementerio. Siguió malamente la carretera y dio la vuelta al cementerio. Pudo
ver el lugar donde había ocurrido la masacre de la noche anterior. Pero no había
nada fuera de lo habitual. Ni sangre ni cuerpos destrozados. No había tiempo
para mirar más detenidamente. Al tomar la carretera que bajaba de la colina
casi atropelló a los dos policias. Por suerte ambos se apartaron a tiempo.
Bajó todo el camino dando bandazos. Chocándose
contra los pocos coches que había aparcados en el lateral. Al llegar al puente
que había sobre la autopista, estubo a punto de chocar contra una motocicleta
que subía.
Su
casa no estaba en ese pequeño pueblo, sino en otro, a varios kilómetros de
distancia. Y para llegar había que cruzar varios pueblos por una carretera
bastante concurrida. Cualquiera puede imaginarse como fue ese trayecto.
Peatones saltando para apartarse del camino de un conductor psicópata.
Conductores haciendo sonar sus respectivos claxons indignados. Semáforos en
rojo que se quedan atrás como si no pintasen nada. Viejas llámandole loco.
Derrapes, golpes. Incluso un par de accidentes de los vehículos que se veían
obligados a dar un volantazo para apartarse. Ni los conductores borrachos de
las persecuciones que suelen emitir en la televisión circulaban tan mal.
Al
final, milagrosamente, llegó a su destino. Pero en el mismo momento en el que
puso el freno de mano al coche, se desmayó.
Iván Lus