miércoles, 12 de agosto de 2015

El Hada de los Dientes y el Ferengi

Existió un pequeño y solitario Ferengi en una luna oscura. Muy, muy lejos de su planeta de origen, Ferenginar. No más avaricioso que cualquier otro ser de su misma especie, padecía ahora un terrible dolor en su boca. Nada extraño porque los Ferengis no son conocidos precisamente por lavarse los dientes a diario. En lugar de eso ocasionalmente se los afilan, con lo que los tienen puntiagudos y torcidos.
Quejándose de un dolor insoportable en la cama que le impedía conciliar el sueño, creyó ver una sombra diminuta al otro lado de la habitación. Estaba oscuro, así que encendió la luz, pero allí ya no había nada. Al final consiguió quedarse dormido y soñó con joyas preciosas y metales valiosos y brillantes.
La noche siguiente, aún soportando su dolor, volvió a ver la pequeña sombra.
"¿Quién anda ahí?" Preguntó casi en un susurro.
"Soy una Hada de los Dientes y por tu diente estoy aquí" Le contestó la sombra con una suave voz angelical.
El Ferengi, ahora asustado pues nunca de Hadas de los Dientes había oído hablar, le replicó:
"Mi diente mio es y no quiero dártelo".
"Si no me lo das te seguirá causando mucho dolor".
"Entonces quizás pueda entregártelo, a cambio de un precio razonable". Y como cabía esperar, la avaricia natural del Ferengi salió a la superficie nuevamente, haciendo desaparecer el miedo.
"Pero... no se supone que deba pagarte. El alivio de quitarte un diente molesto debería ser suficiente recompensa".
"Entonces vete. Adiós". Y terco, se tapó de nuevo entre sus sábanas y cerró los ojos hasta que se durmió".
El dia pasó y la hora de irse a la cama volvió a llegar.
"Aquí estoy de nuevo, señor Ferengi, dispuesta a pagarle por su diente. Una moneda y nada más que una"
El Ferengi rápidamente aceptó, deseoso de que le aliviasen ese horrible dolor. Y siguiendo las órdenes del Hada de los Dientes, se durmió. Mientras tanto, sin ninguna prisa el Hada voló hasta posarse suavemente sobre la almohada. Y con mucha facilidad arrancó el diente que debía. Y antes de marcharse, una moneda de oro dejó bajo la almohada.
Tras éste incidente todas las Hadas de los Dientes se vieron obligadas a pagar una moneda por todos los dientes que recogían. Pocos años después, las Hadas se quedaron sin monedas y dejaron de hacer su trabajo.
Cuando la gente se enteró de que no volverían a ver a un Hada de los Dientes, al menos no mientras trabajasen, se entristecieron mucho. Pero con todo el cariño y el deseo de proteger a sus queridos hijos, dejaban una moneda bajo sus almohadas mientras dormían, cada vez que éstos perdían un diente.

Así fue como por culpa de un ser avaricioso, ahora todos tenemos que pagar su error.

"La avaricia siempre ha sido y será una muy mala enfermedad que contamina el mundo entero"


Iván Lus


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lunes, 10 de agosto de 2015

El Inquisidor Torquemada y el Borg

         En un futuro lejano, un borg, en algún lugar remoto de la galaxia, realizará un viaje al pasado, a la Tierra. Llegará en una época sangrienta como pocas. La época del Inquisidor Torquemada. Como es de imaginar un borg del futuro en un pueblo español del siglo XV era algo más que inusual. Fue el mismo Tomás quien lo encontró en una de sus salas de torturas en Valladolid, sin embargo, sabía bien que ni él ni ninguno de sus hombres lo había metido allí.
"¿Quién eres?¿Cómo has entrado aquí?"
Con su voz mecánica el hombre, mas de metal que de carne y hueso, le respondió tal y como había sido programado para hacerlo:
"Serás asimilado, la resistencia es fútil". Cuando intentó acercarse al Inquisidor General sufrió un dolor de cabeza que le hizo caerse de rodillas. "No hay más voces, estoy... solo. La conexión con el colectivo se ha... ido".
Aprovechando la oportunidad sin dudarlo Tomás gritó llamando a los guardias. Éstos encadenaron al borg a una de las paredes. Y, como hacían con cualquier otro preso le patearon hasta aburrirse. La diferencia estaba en que éste preso no sentía dolor alguno, ni tan siquiera una pequeña molestia por los golpes. Por supuesto tampoco sangraba.
Durante varias semanas lo torturaron y lo interrogaron, pero averiguaron muy poco de él.
"¿Nombre? Mi denominación es nueve de nueve". "Somos borg. Seréis asimilados. La resistencia es fútil".
      Pasaron aún más días y  al llevar más tiempo separado del colectivo, su individualidad se fue haciendo más presente.
"Muy bien, nueve de nueve. ¿Porque no me hablas más sobre ese colectivo tuyo". Le preguntó Torquemada.
Nueve de nueve le contó todo sobre el colectivo. Como mejoraban asimilando a otras especies, y como funcionaban con una sola mente, el hecho de que venía del futuro, y que su origen estaba en el cuadrante Delta de la galaxia.
El pobre Inquisidor jamás había oído nada parecido. Viajes en el tiempo y cyborgs imparables era algo que aún nadie se había imaginado en su época. Sin embargo era obvio que tenía delante un hombre, en gran parte mecánico, que poseía una tecnología de la que nadie había oído hablar en el mundo conocido.
Al final, sin saber el motivo, el borg dejó gradualmente de funcionar. Murió.
Hasta ese momento, el Inquisidor General de Castilla y Aragón siempre había preferido castigar o expulsar de España a todos aquellos que no compartían su fe. Pero algo que le dijo el borg le hizo recapacitar. "Seréis asimilados". La palabra "asimilar" le hizo pensar como nunca lo había hecho antes. Sin darse cuenta, la mayoría de sus ideas cambiaron. Ya no le interesaba torturar. Eso le había cansado. Lo que entonces quería era asimilar.
Aunque se retiró pocos meses después, en 1493, habló de sus nuevas ideas con mucha, mucha gente. Al ser un hombre tan influyente, esas ideas alcanzaron la mente de incontables personas dentro de la Iglesia, tanto dentro como fuera de España. Durante los últimos cinco años de su vida, lo único que hizo fue hablar. Pero quizás eso fue aún peor que los años de torturas sin fin.
Tras su muerte se descubrieron nuevos mundos, y debido en gran parte a sus ideas, muchas culturas nuevas para los conquistadores, fueron ridiculizadas y abolidas. Las ideas diferentes se convirtieron en peligrosas. La más grande de las sectas dominaba allí donde aparecía. Quemando literalmente toda la historia que no les gustaba. Incluso luchando contra la ciencia y el progreso.

El mundo ha cambiado mucho, pero aún hoy, la más grande de las sectas, controla a una gran mayoría de la gente. Y aunque incluso fuera de la secta se quiera pensar lo contrario, el individualismo es una especie en peligro de extinción.


"Si de verdad deseas mejorar la colectividad, esfuérzate primero en mejorar tu individualidad"


viernes, 7 de agosto de 2015

El vampiro y la reina Wraith

         Hace algunos años, una nave colmena Wraith llegó a la Tierra por primera vez. Desde la órbita, la reina ordenó que salieran los dardos a cazar un buen número de los habitantes del planeta. El caos se adueño de éstos cuando vieron que no podían defenderse de éste enemigo, que era enormemente superior a ellos en todos los sentidos. Los dardos Wraith abducían a los ciudadanos de las principales ciudades del mundo. Ricos y pobres. Listos y tontos. Hombres y mujeres. Niños y adultos. Militares y civiles. No hacían excepción alguna.
                Después de pocas horas, todos los dardos habían vuelto a la nave colmena. Descargaron a sus presos y los encerraron en jaulas. A unos pocos los metieron en capullos para conservarlos para alimentarse en el futuro.
                Dos enormes guardias enmascarados abrieron una de las celdas, y el segundo al mando, un Wraith más delgado vestido en extrañas ropas negras se quedó observando al ganado que habían capturado en esta última incursión. Era hora de alimentar a su reina, y su deber era escoger al humano más sabroso. Algunos aún estaban aturdidos, otros heridos, y otros apestaban a miedo, confusión y desesperación. Pero había uno que podría valer. Un hombre que no mostraba ni rastro de miedo, fuerte y elegante. Pelo oscuro, piel blanca y ojos azules de mirada penetrante. En todos los sentidos muy diferente a los otros. Vestía con traje y corbata, y probablemente fuese alguien adinerado, con mucho poder. El Wraith se puso a pocos centímetros de él y le miró fijamente a la cara, enseñando sus afilados dientes en gesto amenazador. El hombre se quedó impasible durante unos segundos, hasta que dejó escapar una sonrisa maliciosa. Y luego, hizo el mismo gesto amenazador que el Wraith, mostrando sus blanca y bien cuidada dentadura, y sus colmillos, dos centímetros más largos que el resto de sus dientes. El verde rostro del Wraith hizo una mueca de sorpresa. Un instante después, recuperó la compostura y dirigiéndose a sus guardias dijo:
                - “Coged a éste. Nuestra reina estará complacida”.
                Los guardias le dispararon cuatro hasta cuatro veces cada uno con sus aturdidores, pues la primera no pareció tener efecto en el curioso humano. Le agarraron por sendos brazos y lo arrastraron por el suelo de la nave hasta los aposentos privados de su reina.
                Aún en la celda el Wraith decidió darles una muestra a los apestosos presos de lo que les esperaba. Cogió a un hombre de unos cuarenta años que se quejaba de una herida en la pierna. Le sonrió y le puso la mano derecha en el pecho. Los demás pudieron ver como la vida se le escapaba a aquel hombre. El pelo se volvía blanco y la piel se arrugaba hasta secarse. Finálmente era poco más que un esqueleto. Alimentado y fuerte, el segundo de abordo salió de la celda y fue a presentarle a la reina al extraño hombre que había escogido para ella.
                Alcanzó a los guardias antes de que entrasen por la puerta. Entraron todos y sentaron al hombre en una silla, frente a una larga mesa de madera llena de comida. No tardó más de cinco minutos en despertarse.
                “¿Qué es lo que quereis de mi?” preguntó desafiante.
                “Para empezar quiero que comas, que estés fuerte” le contestó la reina. Ésta, al contrario que los demás que tenían el pelo blanco, tenía una larga melena pelirroja.
                “No te preocupes por eso, comeré. Siempre puede ser bueno probar nuevos sabores” contestó el hombre. Y sólo él entendía el verdadero sentido de esas palabras.
                “¿Nuevos sabores?” preguntó la reina, confusa. “Tengo entendido que esta comida son los mejores manjares de tu planeta. Y tú aparentas ser un hombre acostumbrado a obtener lo que desea, ¿me equivoco?”
                “Sin duda lo soy”.
                “Entonces ¿no te gusta la comida que te ofrezco? Da igual, lo cierto es que yo sí que tengo hambre”. La reina, que estaba a su espalda, levantó la mano y cuando la iba a acercar al pecho del hombre para alimentarse de su vida, éste la agarró por la muñeca y le dijo:
                “Yo no he dicho que no tenga hambre. Y no sé si me gustará lo que ofreces, pero desde luego lo voy a probar”.
                Con un rápido movimiento que ninguno de los Wraith previó, el hombre se levantó de la silla y lanzó a la reina por los aires, que acabó estrellándose contra una pared. Saltó hacia los guardias armados, los agarró por el pescuezo, y con un suave giro de muñeca les rompió el cuello y calleron al suelo. Se giró hacia el otro Wraith, que a su vez se acercaba a él para matarlo. El vampiro se coló en la mente del alienígena y le hizo doblarse de rodillas. Luego le mordió el cuello para beberse su sangre. Muerto éste, solo quedaba la reina, que había presenciado como se alimentaban de su subalterno. El miedo fue lo último que sintió. Antes de que se diera cuenta el vampiro ya se estaba alimentando de su sangre.
                “¡Vaya, esto es mucho mejor que la sangre humana!” exclamó el vampiro después de calmar su sed.


“Si te dedicas a chuparle la vida a otros, al final encontrarás a alguien que pueda chuparte la vida a ti”



miércoles, 5 de agosto de 2015

La curiosa historia de Marco Lion

        La noche estrellada era el único adorno de su vida solitaria. Inundado de sueños de poeta, descansaba y pensaba acostado sobre el techo de su coche. En el lugar habitual a la hora de siempre. Esa es la forma en la que gastaba su tiempo. Tres o cuatro horas todas las noches, apartado del mundo, en lo alto de una colina cercana a la desembocadura del río, donde se localizaba un pequeño cementerio casi abandonado. Aunque no siempre dejaba pasar las horas sin hacer nada. En ocasiones llevaba consigo una libreta. Una libreta para escribir sencillas poesías. Ésta era una de esas ocasiones. No obstante, no lograba encontrar la inspiración. La angustia que dominaba su éspiritu era demasiado fuerte en ese momento. No dejaba de pensar que había perdido el rumbo y el control de su vida. Marco Lion es el nombre de éste joven de veintitres años, y siempre fue alguien lleno de una tristeza sin igual.
         Sus pensamientos, hasta en ese momento fuertes, fueron apartados a un lado por una música agresiva que sonaba seguramente al volumen máximo del equipo que la reproducía. Procedía del otro lado del cementerio, del parque.
Extraño, ya que al ser un lugar tan apartado, poca gente acudía a lo alto de esa colina, y menos aún a medianoche. Un sonido agradable que mezclaba las voces guturales de dos cantantes masculinos cuya tarea era acompañar una compleja melodía, y una angelical y suave voz femenina. Como es normal en ese estilo de música todos cantaban en inglés. Dificilmente apartó su mente de esa canción que tanto le agradaba. Entonces sintió curiosidad por las personas que habían acudido allí a montar una pequeña fiesta. Por lo tanto decidió echar un vistazo a escondidas.
         Subió el pequeño tramo de escaleras y se acercó a la puerta pequeña situada en el lateral del cementerio, frente al lugar donde había aparcado el coche. Sabía con seguridad que esa puerta nunca se cerraba, ya que no era la primera vez que se colaba a hurtadillas en la noche. Siguió recto unos cincuenta metros por el camino principal hasta alcanzar el muro. Creyó poder distinguir al menos seis o quizás siete voces. Sin embargo, el muro, que media en su lado más pequeño tres metros y medio, era demasiado alto para que pudiera escalarlo. Recordando una época de su infancia, cuando jugaba en aquel mismo lugar al escondite, se dio cuenta de que había otras formas de llegar a esa altura. Los muros de nichos y los mausoleos. Al ser un cementerio de un pueblo pequeño y además haber sido sustituido por otro más nuevo, muchos de los nichos permanecían vacíos. Trepó fácilmente por ellos y luego saltó a esconderse en el tejado de uno de los mausoleos ayudándose de la altura y el desnivel que éste tenía.
         El lejano aullido de un lobo comenzó a hacer de esa escena algo ligeramente inquietante. Desde su posición pudo ver que en efecto había siete personas: cinco hombres y dos mujeres. Todos aparentemente jóvenes. No habría pasado mucho tiempo desde que dejaron atrás su adolescencia. O tal vez sí que hacía mucho tiempo. Cuatro de los hombres estaban sentados en los bancos, al lado de sus dos vehículos aparcados. El otro estaba en el asiento trasero de uno de los coches, con la puerta abierta, mientras hablaba con los demás sobre las dos hermosas mujeres que los acompañaban. Lo cierto es que decir que eran hermosas, no parece suficiente. Su belleza era anticuada, de otro tiempo, o posiblemente de otro mundo. Ambas se encontraban en la zona ajardinada, al otro lado de una pequeña valla de madera, donde la luz de los faros no les alcanzaba del todo. Bailaban juntas de manera sensual, riéndose de sus acompañantes, y de su voraz apetito por el sexo y la bebida.
         Espiar perdió pronto el interés. Tras cinco minutos Marco empezó a notar el frío de la noche y volvió por donde habíha venido. Del maletero de su coche cogió un abrigo de cuero, tan largo que le llegaba hasta sus tobillos. Su favorito. En lo poco que tardó en ponérselo se levantó una casi mágica niebla, que rápidamente cubrió todos los alrededores. Esto ya era demasiado. ¿Cómo era posible? Esta vez fueron varios los aullidos de lobo que se escucharon. Y no estaban muy lejos. La risa de las jóvenes mujeres se hizo oir por encima del volumen de la música. La curiosidad mató al gato, pensó Marco. A pesar de todo sintió de nuevo la tentación de ir a espiar desde el mismo lugar de antes. Pero para cuando llegó las voces se habían callado repentinamente. Fueron unos largos segundos en aquel escalofriante silencio. Esta vez, por culpa de la densa niebla, no alcanzaba a ver ni tan siquiera a los hombres que estaban sentados en los bancos. A sus espaldas oyó chirriar la pequeña puerta que él había usado para entrar. El miedo se coló en su cuerpo, más profundo y más rápido que el frio de la noche.
         Por sólo un instante pudo distinguir unos ojos de un color rojo brillante, abajo, en el corredor del cementerio. Era un lobo, pensó. Y no se equivocaba. Apartó la vista y vió otro par de ojos de lobo en el pequeño pasillo que había al otro lado del mausoleo en el que se escondía. Estaba acojonado, más asustado de lo que nunca había estado, y aunque Marco aún no lo sabía, más asustado también de lo que nunca jamás estaría. Su mente se nubló de golpe, tal y como lo había hecho el lugar, y no pudo pensar en qué hacer. No pudo tampoco salir corriendo. Estaba completamente paralizado. Y justo en ese momento el horror lo dominó todo. Del otro lado del muro le llegaban gritos de terror y dolor. Algo le salpicó la cara y se limpió con la mano derecha. Tardó muy poco en darse cuenta de que era sangre. Algo más cayó a su izquierda para luego rodar hasta el suelo. No tuvo tiempo de ver que era, pero lo sabía. Lo sabía sin duda. Era un brazo amputado.
         Los gritos cesaron sin previo aviso. La niebla comenzó a esfumarse tan mágicamente como había entrado en escena. El joven poeta asustado se puso en pie. Para no caerse tuvo que agarrarse a la cruz de piedra que tenía a su lado, en el tejado. A la cabeza le vino el recuerdo de los lobos. Los buscó con la mirada pero ya no estaban por ningún lado. En su lugar había cuatro mujeres, dos de ellas eran las que masacraron al grupo de hombres.
         - “Ven con nosotras querido Marco” - dijo una de las mujeres con una voz muy sensual. Había algo extraño en la voz. Resonaba en su cabeza. - “Se buen chico y haznos felices Marco” - los ojos les brillaban de un rojo intenso y su mirada era lasciva y salvaje. Mientras sonreían, dejaban a la vista unos colmillos blancos y afilados.
         Una de ellas se abalanzó directamente hacia él de un solo salto y aparentemente sin esfuerzo. Con un brazo rodeó la cintura del aterrorizado joven, abrazándole con fuerza, y con la otra mano le acaricio suavemente la cara. Una de sus uñas se alargó unos centímetros y le arañó la mejilla, dejando caer un par de gotas de sangre. La vampiresa se llevó la uña a los labios.
         - “Interesante. Hacía mucho tiempo que no encontrábamos a alguien especial” - hizo una pausa y lamió dulcemente el arañazo que le acababa de hacer. Se dirigió entonces a sus compañeras. - “Estoy segura”. - dijo respondiendo a una pregunta que nadie había realizado. Al menos, no en voz alta.
         Para el joven Marco, lo que sucedió a partir de ese momento, es un torrente salvaje de confusión. Lujuria y miedo. Risas y depravación. Sin duda fue mordido en cientos de ocasiones. Y cada una de ellas le provocaba un tremendo placer, seguido inmediatamente de una momentanea debilidad producida sin duda por la pérdida de sangre. También recuerda haber bebido botellas de alcohol y sangre. Arañazos en su espalda y gritos de dolor se mezclaban con gemidos de placer de las cuatro vampiresas. En un segundo estaba en el suelo con una mujer sobre él y al segundo siguiente estaba flotando en el aire, o en pie, apoyado contra alguna lápida. No obstante, el recuerdo de esa noche es borroso, lleno de imágenes inconexas.

         El Sol estaba en lo alto cuando despertó. El dolor, inusual, incluso para un despertar con resaca. No solo sentiá la cabeza como si se la hubiesen taladrado, todas sus extremidades estaban agarrotadas. El mareo y el cansancio no le dejaban ni moverse. Su delgado cuerpo no le respondía cuando lo intentaba. Tras media hora allí tumbado en el frío marmol blanco de una de las tumbas, se dio cuenta de que, además de sólo, estaba completamente desnudo. El Sol le cegaba bastante pero pudo distinguir su pantalon negro colgado de uno de los nichos vacíos. Sus botas estaban colgadas de la estatua de un ángel que había sobre la misma tumba donde él mismo yacía. De nuevo intentó incorporarse. Un par de veces. A la tercera lo consiguió y se sentó. Estiró su espalda y los huesos crujieron como si no se hubiesen movido en siglos. Se crujió el cuello y los nudillos y estiró los brazos, bostezando como un oso pardo tras su época de hibernación.
         De la tumba al otro lado de ese pasillo cojió sus calcetines, y de allí pudo ver sus calzoncillos, en el pequeño corredor de enfrente. Lo peor de todo fue ver su abrigo de cuero preferido desgarrado como si un animal salvaje se lo hubiese arrancado de la espalda y luego lo hubiese mordisqueado hasta aburrirse. A pesar de todo lo cojió y se lo puso. Tras ponerse también los pantalones y las botas, dio varias vueltas intentando encontrar su camiseta. Pero al final desistió. Pensó que de todas maneras estaría hecha jirones, igual o peor que el abrigo. Menudo dolor de cabeza. Se puso la mano sobre la frente, tratando de dilucidar si tenía fiebre. Estaba ardiendo. Probablemente sí que tendría algo de fiebre.
         El ruido que hizo un coche acercándose le distrajo de sus pensamientos. Por la cabeza del joven poeta se pasó la imagen de él, medio desnudo y con toda su ropa destrozada, descubierto in fraganti por alguna pobre anciana que iba a visitar a su difunto marido. Para evitarlo se ocultó tras el muro más cercano, pero no pudo evitar asomar la cabeza para poder ver quién venía. Un vehículo todoterreno de la policía aparcó en al parking que estaba frente a la puerta principal del cementerio. Al ver que dos policias uniformados se bajaban del coche el corazón de Marco se aceleró. Sin duda ser descubierto por la policia era mucho peor que ser descubierto por una vieja. No tenía el más minimo interés en pasar el dia en un calabozo. Sin pensarlo salió corriendo para ir a su coche, el cual no podía verse desde donde estaba aparcado el coche de la policia. Pero cuando dio dos zancadas sintió que las piernas le fallaban y cayó al suelo.
         - ¿Quién anda ahí? - gritó uno de los policias mientras abrían la cerradura.
         Todo daba vueltas. El corazón le latía más rápido de lo que lo hubiera hecho al intentar correr una maratón. Sin embargo, para su sorpresa, fue capaz de levantarse y de un salto, agarrarse al borde del muro, de mas de tres metros, y saltarlo con increible facilidad. Normalmente hubiese sido una pérdida de tiempo intentarlo ya que la puerta lateral siempre estaba abierta. A pesar de semejante proeza física, al bajar el grupo de cinco escaleras que había al otro lado tropezó, dándose un golpe contra la puerta de su coche. Un vehículo de siete plazas, negro y con los cristales traseros tintados. Sabía que había dejado la puerta abierta y las llaves puestas la noche anterior. Si fuera religioso habría rezado para que siguieran donde las había dejado. Y le habría dado las gracias a Dios ya que allí estaban. Pero ni lo era ni tenía tiempo para pensar, asique se subió y encendió el motor. A toda prisa pisó el embrague, metió primera, y pisó el acelerador. Las ruedas echaron humo y derraparon, pero finalmente el coche avanzó, chocándose levemente con un cubo de basura y rompiendo el cristal del foco delantero derecho. Giró el volante bruscamente en la curva, y al hacerlo casi se estrella contra el muro de piedra del cementerio. Siguió malamente la carretera y dio la vuelta al cementerio. Pudo ver el lugar donde había ocurrido la masacre de la noche anterior. Pero no había nada fuera de lo habitual. Ni sangre ni cuerpos destrozados. No había tiempo para mirar más detenidamente. Al tomar la carretera que bajaba de la colina casi atropelló a los dos policias. Por suerte ambos se apartaron a tiempo.
Bajó todo el camino dando bandazos. Chocándose contra los pocos coches que había aparcados en el lateral. Al llegar al puente que había sobre la autopista, estubo a punto de chocar contra una motocicleta que subía.
         Su casa no estaba en ese pequeño pueblo, sino en otro, a varios kilómetros de distancia. Y para llegar había que cruzar varios pueblos por una carretera bastante concurrida. Cualquiera puede imaginarse como fue ese trayecto. Peatones saltando para apartarse del camino de un conductor psicópata. Conductores haciendo sonar sus respectivos claxons indignados. Semáforos en rojo que se quedan atrás como si no pintasen nada. Viejas llámandole loco. Derrapes, golpes. Incluso un par de accidentes de los vehículos que se veían obligados a dar un volantazo para apartarse. Ni los conductores borrachos de las persecuciones que suelen emitir en la televisión circulaban tan mal.
         Al final, milagrosamente, llegó a su destino. Pero en el mismo momento en el que puso el freno de mano al coche, se desmayó.


Iván Lus