miércoles, 5 de agosto de 2015

La curiosa historia de Marco Lion

        La noche estrellada era el único adorno de su vida solitaria. Inundado de sueños de poeta, descansaba y pensaba acostado sobre el techo de su coche. En el lugar habitual a la hora de siempre. Esa es la forma en la que gastaba su tiempo. Tres o cuatro horas todas las noches, apartado del mundo, en lo alto de una colina cercana a la desembocadura del río, donde se localizaba un pequeño cementerio casi abandonado. Aunque no siempre dejaba pasar las horas sin hacer nada. En ocasiones llevaba consigo una libreta. Una libreta para escribir sencillas poesías. Ésta era una de esas ocasiones. No obstante, no lograba encontrar la inspiración. La angustia que dominaba su éspiritu era demasiado fuerte en ese momento. No dejaba de pensar que había perdido el rumbo y el control de su vida. Marco Lion es el nombre de éste joven de veintitres años, y siempre fue alguien lleno de una tristeza sin igual.
         Sus pensamientos, hasta en ese momento fuertes, fueron apartados a un lado por una música agresiva que sonaba seguramente al volumen máximo del equipo que la reproducía. Procedía del otro lado del cementerio, del parque.
Extraño, ya que al ser un lugar tan apartado, poca gente acudía a lo alto de esa colina, y menos aún a medianoche. Un sonido agradable que mezclaba las voces guturales de dos cantantes masculinos cuya tarea era acompañar una compleja melodía, y una angelical y suave voz femenina. Como es normal en ese estilo de música todos cantaban en inglés. Dificilmente apartó su mente de esa canción que tanto le agradaba. Entonces sintió curiosidad por las personas que habían acudido allí a montar una pequeña fiesta. Por lo tanto decidió echar un vistazo a escondidas.
         Subió el pequeño tramo de escaleras y se acercó a la puerta pequeña situada en el lateral del cementerio, frente al lugar donde había aparcado el coche. Sabía con seguridad que esa puerta nunca se cerraba, ya que no era la primera vez que se colaba a hurtadillas en la noche. Siguió recto unos cincuenta metros por el camino principal hasta alcanzar el muro. Creyó poder distinguir al menos seis o quizás siete voces. Sin embargo, el muro, que media en su lado más pequeño tres metros y medio, era demasiado alto para que pudiera escalarlo. Recordando una época de su infancia, cuando jugaba en aquel mismo lugar al escondite, se dio cuenta de que había otras formas de llegar a esa altura. Los muros de nichos y los mausoleos. Al ser un cementerio de un pueblo pequeño y además haber sido sustituido por otro más nuevo, muchos de los nichos permanecían vacíos. Trepó fácilmente por ellos y luego saltó a esconderse en el tejado de uno de los mausoleos ayudándose de la altura y el desnivel que éste tenía.
         El lejano aullido de un lobo comenzó a hacer de esa escena algo ligeramente inquietante. Desde su posición pudo ver que en efecto había siete personas: cinco hombres y dos mujeres. Todos aparentemente jóvenes. No habría pasado mucho tiempo desde que dejaron atrás su adolescencia. O tal vez sí que hacía mucho tiempo. Cuatro de los hombres estaban sentados en los bancos, al lado de sus dos vehículos aparcados. El otro estaba en el asiento trasero de uno de los coches, con la puerta abierta, mientras hablaba con los demás sobre las dos hermosas mujeres que los acompañaban. Lo cierto es que decir que eran hermosas, no parece suficiente. Su belleza era anticuada, de otro tiempo, o posiblemente de otro mundo. Ambas se encontraban en la zona ajardinada, al otro lado de una pequeña valla de madera, donde la luz de los faros no les alcanzaba del todo. Bailaban juntas de manera sensual, riéndose de sus acompañantes, y de su voraz apetito por el sexo y la bebida.
         Espiar perdió pronto el interés. Tras cinco minutos Marco empezó a notar el frío de la noche y volvió por donde habíha venido. Del maletero de su coche cogió un abrigo de cuero, tan largo que le llegaba hasta sus tobillos. Su favorito. En lo poco que tardó en ponérselo se levantó una casi mágica niebla, que rápidamente cubrió todos los alrededores. Esto ya era demasiado. ¿Cómo era posible? Esta vez fueron varios los aullidos de lobo que se escucharon. Y no estaban muy lejos. La risa de las jóvenes mujeres se hizo oir por encima del volumen de la música. La curiosidad mató al gato, pensó Marco. A pesar de todo sintió de nuevo la tentación de ir a espiar desde el mismo lugar de antes. Pero para cuando llegó las voces se habían callado repentinamente. Fueron unos largos segundos en aquel escalofriante silencio. Esta vez, por culpa de la densa niebla, no alcanzaba a ver ni tan siquiera a los hombres que estaban sentados en los bancos. A sus espaldas oyó chirriar la pequeña puerta que él había usado para entrar. El miedo se coló en su cuerpo, más profundo y más rápido que el frio de la noche.
         Por sólo un instante pudo distinguir unos ojos de un color rojo brillante, abajo, en el corredor del cementerio. Era un lobo, pensó. Y no se equivocaba. Apartó la vista y vió otro par de ojos de lobo en el pequeño pasillo que había al otro lado del mausoleo en el que se escondía. Estaba acojonado, más asustado de lo que nunca había estado, y aunque Marco aún no lo sabía, más asustado también de lo que nunca jamás estaría. Su mente se nubló de golpe, tal y como lo había hecho el lugar, y no pudo pensar en qué hacer. No pudo tampoco salir corriendo. Estaba completamente paralizado. Y justo en ese momento el horror lo dominó todo. Del otro lado del muro le llegaban gritos de terror y dolor. Algo le salpicó la cara y se limpió con la mano derecha. Tardó muy poco en darse cuenta de que era sangre. Algo más cayó a su izquierda para luego rodar hasta el suelo. No tuvo tiempo de ver que era, pero lo sabía. Lo sabía sin duda. Era un brazo amputado.
         Los gritos cesaron sin previo aviso. La niebla comenzó a esfumarse tan mágicamente como había entrado en escena. El joven poeta asustado se puso en pie. Para no caerse tuvo que agarrarse a la cruz de piedra que tenía a su lado, en el tejado. A la cabeza le vino el recuerdo de los lobos. Los buscó con la mirada pero ya no estaban por ningún lado. En su lugar había cuatro mujeres, dos de ellas eran las que masacraron al grupo de hombres.
         - “Ven con nosotras querido Marco” - dijo una de las mujeres con una voz muy sensual. Había algo extraño en la voz. Resonaba en su cabeza. - “Se buen chico y haznos felices Marco” - los ojos les brillaban de un rojo intenso y su mirada era lasciva y salvaje. Mientras sonreían, dejaban a la vista unos colmillos blancos y afilados.
         Una de ellas se abalanzó directamente hacia él de un solo salto y aparentemente sin esfuerzo. Con un brazo rodeó la cintura del aterrorizado joven, abrazándole con fuerza, y con la otra mano le acaricio suavemente la cara. Una de sus uñas se alargó unos centímetros y le arañó la mejilla, dejando caer un par de gotas de sangre. La vampiresa se llevó la uña a los labios.
         - “Interesante. Hacía mucho tiempo que no encontrábamos a alguien especial” - hizo una pausa y lamió dulcemente el arañazo que le acababa de hacer. Se dirigió entonces a sus compañeras. - “Estoy segura”. - dijo respondiendo a una pregunta que nadie había realizado. Al menos, no en voz alta.
         Para el joven Marco, lo que sucedió a partir de ese momento, es un torrente salvaje de confusión. Lujuria y miedo. Risas y depravación. Sin duda fue mordido en cientos de ocasiones. Y cada una de ellas le provocaba un tremendo placer, seguido inmediatamente de una momentanea debilidad producida sin duda por la pérdida de sangre. También recuerda haber bebido botellas de alcohol y sangre. Arañazos en su espalda y gritos de dolor se mezclaban con gemidos de placer de las cuatro vampiresas. En un segundo estaba en el suelo con una mujer sobre él y al segundo siguiente estaba flotando en el aire, o en pie, apoyado contra alguna lápida. No obstante, el recuerdo de esa noche es borroso, lleno de imágenes inconexas.

         El Sol estaba en lo alto cuando despertó. El dolor, inusual, incluso para un despertar con resaca. No solo sentiá la cabeza como si se la hubiesen taladrado, todas sus extremidades estaban agarrotadas. El mareo y el cansancio no le dejaban ni moverse. Su delgado cuerpo no le respondía cuando lo intentaba. Tras media hora allí tumbado en el frío marmol blanco de una de las tumbas, se dio cuenta de que, además de sólo, estaba completamente desnudo. El Sol le cegaba bastante pero pudo distinguir su pantalon negro colgado de uno de los nichos vacíos. Sus botas estaban colgadas de la estatua de un ángel que había sobre la misma tumba donde él mismo yacía. De nuevo intentó incorporarse. Un par de veces. A la tercera lo consiguió y se sentó. Estiró su espalda y los huesos crujieron como si no se hubiesen movido en siglos. Se crujió el cuello y los nudillos y estiró los brazos, bostezando como un oso pardo tras su época de hibernación.
         De la tumba al otro lado de ese pasillo cojió sus calcetines, y de allí pudo ver sus calzoncillos, en el pequeño corredor de enfrente. Lo peor de todo fue ver su abrigo de cuero preferido desgarrado como si un animal salvaje se lo hubiese arrancado de la espalda y luego lo hubiese mordisqueado hasta aburrirse. A pesar de todo lo cojió y se lo puso. Tras ponerse también los pantalones y las botas, dio varias vueltas intentando encontrar su camiseta. Pero al final desistió. Pensó que de todas maneras estaría hecha jirones, igual o peor que el abrigo. Menudo dolor de cabeza. Se puso la mano sobre la frente, tratando de dilucidar si tenía fiebre. Estaba ardiendo. Probablemente sí que tendría algo de fiebre.
         El ruido que hizo un coche acercándose le distrajo de sus pensamientos. Por la cabeza del joven poeta se pasó la imagen de él, medio desnudo y con toda su ropa destrozada, descubierto in fraganti por alguna pobre anciana que iba a visitar a su difunto marido. Para evitarlo se ocultó tras el muro más cercano, pero no pudo evitar asomar la cabeza para poder ver quién venía. Un vehículo todoterreno de la policía aparcó en al parking que estaba frente a la puerta principal del cementerio. Al ver que dos policias uniformados se bajaban del coche el corazón de Marco se aceleró. Sin duda ser descubierto por la policia era mucho peor que ser descubierto por una vieja. No tenía el más minimo interés en pasar el dia en un calabozo. Sin pensarlo salió corriendo para ir a su coche, el cual no podía verse desde donde estaba aparcado el coche de la policia. Pero cuando dio dos zancadas sintió que las piernas le fallaban y cayó al suelo.
         - ¿Quién anda ahí? - gritó uno de los policias mientras abrían la cerradura.
         Todo daba vueltas. El corazón le latía más rápido de lo que lo hubiera hecho al intentar correr una maratón. Sin embargo, para su sorpresa, fue capaz de levantarse y de un salto, agarrarse al borde del muro, de mas de tres metros, y saltarlo con increible facilidad. Normalmente hubiese sido una pérdida de tiempo intentarlo ya que la puerta lateral siempre estaba abierta. A pesar de semejante proeza física, al bajar el grupo de cinco escaleras que había al otro lado tropezó, dándose un golpe contra la puerta de su coche. Un vehículo de siete plazas, negro y con los cristales traseros tintados. Sabía que había dejado la puerta abierta y las llaves puestas la noche anterior. Si fuera religioso habría rezado para que siguieran donde las había dejado. Y le habría dado las gracias a Dios ya que allí estaban. Pero ni lo era ni tenía tiempo para pensar, asique se subió y encendió el motor. A toda prisa pisó el embrague, metió primera, y pisó el acelerador. Las ruedas echaron humo y derraparon, pero finalmente el coche avanzó, chocándose levemente con un cubo de basura y rompiendo el cristal del foco delantero derecho. Giró el volante bruscamente en la curva, y al hacerlo casi se estrella contra el muro de piedra del cementerio. Siguió malamente la carretera y dio la vuelta al cementerio. Pudo ver el lugar donde había ocurrido la masacre de la noche anterior. Pero no había nada fuera de lo habitual. Ni sangre ni cuerpos destrozados. No había tiempo para mirar más detenidamente. Al tomar la carretera que bajaba de la colina casi atropelló a los dos policias. Por suerte ambos se apartaron a tiempo.
Bajó todo el camino dando bandazos. Chocándose contra los pocos coches que había aparcados en el lateral. Al llegar al puente que había sobre la autopista, estubo a punto de chocar contra una motocicleta que subía.
         Su casa no estaba en ese pequeño pueblo, sino en otro, a varios kilómetros de distancia. Y para llegar había que cruzar varios pueblos por una carretera bastante concurrida. Cualquiera puede imaginarse como fue ese trayecto. Peatones saltando para apartarse del camino de un conductor psicópata. Conductores haciendo sonar sus respectivos claxons indignados. Semáforos en rojo que se quedan atrás como si no pintasen nada. Viejas llámandole loco. Derrapes, golpes. Incluso un par de accidentes de los vehículos que se veían obligados a dar un volantazo para apartarse. Ni los conductores borrachos de las persecuciones que suelen emitir en la televisión circulaban tan mal.
         Al final, milagrosamente, llegó a su destino. Pero en el mismo momento en el que puso el freno de mano al coche, se desmayó.


Iván Lus

No hay comentarios:

Publicar un comentario