El Sol brillaba en lo alto, en un cielo despejado, sobre el
Infierno Verde. La inmensa selva del Amazonas. Cinco hombres de una tribu
nativa paseaba entre la densa maleza a un lado del río. Un día de caza
cualquiera para ellos. Acechaban a un grupo de pequeños monos, con sus
cerbatanas preparadas. No muy lejos, pero al otro lado del ancho río,
localizaron algo extraño. Unos reflejos. Un indicio de que allí había alguien
más. Otro grupo de caza quizás, de alguna de las otras tribus de la zona.
Decidieron que no tenían nada que temer, no era asunto suyo.
Siguieron
su camino y no tardaron en localizar a un par de monos en lo alto de una rama.
Los dos más jóvenes prepararon sus dardos, los mancharon con un veneno que el
día anterior habían conseguido de unos pequeños pececillos, pero antes de que
los metieran en sus cerbatanas, otro animal llamó su atención. Un temible
jaguar descansaba sobre otra rama, mirándoles. Correr no los salvaría.
Sintieron al espíritu de la muerte preparar su lanza. Los monos sintieron la
tensión del ambiente y escaparon a la copa de los árboles, desapareciendo entre
las hojas. Al hambriento jaguar eso ya no le importaba, se había olvidado por
completo de su presa anterior. El pánico se apoderó de uno de los hombres que
salió corriendo. Otros dos intentaron seguirlo tropezando con unas raíces. Los
dos que ya tenían preparadas las cerbatanas dispararon pero la bestia los
esquivo fácilmente al saltar al suelo, y comenzó a correr salvando rápidamente
la distancia que le separaba de su comida. Uno de los hombres que había caído
al suelo disparo el arco, pero sus manos temblaban tanto que la flecha no pasó
ni cerca del animal. Los jóvenes estaban paralizados por el miedo. El jaguar
saltó sobre ellos e instintivamente cerraron los ojos y se cubrieron con los
brazos mientras caían de espaldas sobre el suelo. No pasó nada. Seguían
vivos...
Akuro
había observado desde lejos a la partida de caza desde que habían salido de su
poblado. Llevaba unos días fascinado por la tribu, pero había evitado, casi
obsesivamente, cualquier contacto. Sabía que nunca habían tenido contacto con
EL HOMBRE BLANCO. Y aunque él no era parte de la civilización que dominaba el
mundo entero, estaba seguro de que para estos hombres parecería un hombre
blanco más. Del mismo modo que cuando paseaba por las calles de Londres, París,
Nueva York o Tokyo, todos a su alrededor le consideraban uno más. Nadie
imaginaba que él no era ni siquiera humano. Aunque lo había sido. Muchas veces.
Pero eso fue en otras vidas. Desde que nació como un ser inmortal apenas diez
años antes, él no era humano y nunca lo había sido. Sus vidas pasadas, sus
incontables reencarnaciones, eran cosa del pasado. Al fin y al cabo la inmensa
mayoría de esos hombres y mujeres no habían siquiera sabido o intuido nada de
él, ni de sus vidas anteriores o posteriores. Y menos conocimiento tuvieron aún
los animales de la multitud de especies en las que recordaba haber nacido y
muerto. Sólo hubo unos pocos que vislumbraron algo. Y por lo general incluso
esos pocos, moldeados por su época y su entorno como cualquier otro humano, lo
entendieron todo mal.
Y ahí
estaba, escondiéndose malamente, de unos mortales que no podían causarle el
menor daño. Aunque a decir verdad no se molestaba en esconderse demasiado bien,
simplemente mantenía las distancias. Sabía de sobra que, en días como aquel,
sus adornos de oro reflejaban la luz del Sol delatando su posición. Le gustaba
el oro. Y lo usaba para muchas cosas. Con su magia había modificado las gafas
de sol de alguna de las marcas más populares que puedes encontrar en cualquier
tienda convirtiendo su montura de plástico negro, en un oro reluciente de la
mejor calidad. Lo mismo hizo con los tres piercings de su oreja izquierda,
parecidos a tres pequeños bates de baseball, que cuando los compró en un
tienducha destartalada de Hong Kong, eran de algún metal barato. La cabeza de
jaguar negro que vestía en su hombro izquierdo, atada con correas de cuero
negro, también estaba adornada con oro. Había sustituido los globos oculares
por dos esferas de éste metal precioso. Su taparrabos, hecho con la piel del
mismo animal que su hombrera, estaba atado con una fino cordón dorado, uno como
los que puedes comprar en cualquier joyería, sólo que después de adquirirlo
utilizo un hechizo para alargarlo lo suficiente para que le rodeara la cadera y
sobrase un poco por el lado derecho en el que lo ajustaba con una pequeña
argolla, que por supuesto, también era de oro. Para atarse su larga y oscura
melena en una coleta, dejando a la vista sus sienes y su nuca sin un solo
cabello, utilizaba un duplicado del mismo cordón dorado adornado con un par de
plumas de cuervo. Adoraba vestir esas prendas salvajes, casi siempre más
cómodas que las que tenía en el armario de su casa, y que eran más una
necesidad, para poder pasar desapercibido en sus paseos por las grandes
ciudades del siglo XXI.
Algo
iba mal. Cerca de los cinco cazadores a los que espiaba, un jaguar acechaba a
los mismos monos que los hombres. No parecían haberse dado cuenta del peligro
que corrían. Olvidando su norma de no llamar la atención, comenzó a correr
sobre las tranquilas aguas del río. Lo cruzo en pocos segundos a pesar de lo
ancho que era en esa zona. Había entrenado mucho en estos años y desde luego
había logrado grandes resultados. Se agarró a la rama baja de un manglar y
luego saltó de árbol en árbol y a punto estuvo de pisar a una serpiente
inocente. Uno de los cazadores había huido y otros dos consiguieron alejarse lo
suficiente antes de tropezar y caer. Pero los dos hijos mayores del jefe de la
tribu corrían grave peligro. Valientes, estaban plantados ante la bestia
salvaje. No, no eran valientes, estaban paralizados de terror. Pero Akuro se
interpuso entre ellos cuando el jaguar estaba en el aire, agarrándole el
pescuezo con la mano derecha y luego, utilizando las dos manos y, recurriendo a
toda su fuerza, lo lanzo contra el tronco de un árbol cercano y antes de que
tocara el suelo, saltó sobre él, golpeándolo con un rodillazo en la base del
cráneo, propio del Muay Thai, y rompiéndole la columna vertebral. Puede que
durante sus vidas pasadas no fuera él mismo, pero los conocimientos perduraban,
y a menudo eran realmente útiles.
Ate'o
no daba crédito a lo que acababan de ver sus ojos. El hombre blanco había
aparecido como de la nada y había matado al jaguar con su propia fuerza, sin
usar ningún arma. Además había logrado semejante hazaña con mucha facilidad,
como si lo hiciera a menudo. No, no era un hombre. Era algo más. Había algo
más, algo extraño para él. Y no eran sólo las extrañas marcas negras que tenía
por casi todo el cuerpo. El hombre blanco no vestía las prendas de los hombres
blancos. Las ridículas e incómodas ropas que recordaba haber visto una vez,
hace ya mucho tiempo, cuando era un niño pequeño. Recordó a los únicos hombres
blancos que había visto. Un hombre y una mujer que vivieron varias lunas en su
pueblo. Eran buenos hombres, o eso creía él, pero éstos les habían prevenido de
los peligros que podían caer sobre su pueblo si alguna vez se cruzaban con
otros hombres blancos. Les hablaron de como habían arrasado otros poblados como
el suyo, y se habían llevado a las mujeres, de cómo los hombres blancos
destruían la selva para construir sus casas. Esto último ya lo sabían, pues el
padre del padre de Ate'o ya les contó como siendo niño habían tenido que
adentrarse más y más en la selva para alejarse de la destrucción que el hombre
blanco dejaba a su paso. Pero para Ate'o todo eso era difícil de creer puesto
que los únicos que había conocido eran aquellos dos. ¿Entendería este nuevo
hombre blanco la lengua que su padre, el jefe de la tribu, les había obligado a
aprender de la mujer blanca a él, a su hermano Ku'lo, y a sus dos hermanas
pequeñas? No sabía que hacer. No sabía que decir. Miró a su hermano, que estaba
tirado en el suelo, a su lado, y se preguntó si estaría tan sorprendido como lo
estaba él. Claro que lo estaba. Acordándose de que no estaban solos, miró atrás
viendo como sus dos compañeros de caza estaban aterrados, y rápidamente se
pusieron en pie y huyeron. Cobardes. Igual que Ki'no, que a pesar de ser el
mayor de los cinco, era el más miedoso, y el primero en haber huido, dejando a
los demás en peligro. Ni tan siquiera había usado su lanza. Se acercó a su
hermano sin levantarse del suelo.
- ¿Qué
debemos hacer Ku'lo? -. El extraño hombre blanco se arrodilló junto al jaguar,
como si le entristeciera haber matado a la bestia. No es que él se alegrara de
que muriera, pero era el animal o ellos. Entonces reparó en que el hombre
llevaba en un hombro la cabeza de un jaguar negro. Y el taparrabos también
parecía hecho con la piel del mismo diablo negro. Así es como su tribu
consideraba a los jaguares negros. Como espíritus perversos. A pesar de esa
creencia él sabía que solo eran animales. Pero no se veían a menudo. Reunió todo
su valor y, recordando las enseñanzas de aquella mujer dijo:
-
¡Hola! -. El hombre blanco lo miró, con evidente sorpresa. - Mi nombre es
Ate'o. Y éste es mi hermano mayor Ku'lo -. No sabría decir si había pronunciado
bien las palabras. No le gustaba hablar en otro idioma. Sólo a sus hermanas
pequeñas les gustaba practicar lo que habían aprendido hacía ya tanto tiempo.
Además sus padres y la chamán les insistían, aunque no era necesario, en que lo
hicieran. Sin embargo no parecía tan importante que su hermano y él la hablasen
tan bien como sus hermanas. Pero Ate'o ignoraba la razón.
- La
lengua que has usado procede de una tierra muy lejana. ¿Cómo es que la conoces?
- Una
mujer blanca nos enseñó hace mucho. ¿Lo he dicho bien? -. Y luego repitió más
despacio, concentrándose en cada palabra -. Una... mujer... blanca.
- Sí.
Lo dices muy bien -. Sonrió -. Mi nombre es Akuro.
-
Gracias por salvarnos hombre blanco -. Ésta vez fue Ku'lo quien habló en la
lengua extranjera. Pareció como si el hombre se sintiera triste. Quizás no le
gustaba que le llamasen hombre blanco, pensó Ate'o. Pero eso es lo que parecía.
- Podéis
quedaros con este animal, yo no lo quiero y sería una pena que su carne y su
piel se desperdicien -. Dijo Akuro, hablando el idioma de su tribu, los Gonino.
Dicho eso, se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección opuesta a su
poblado. Pero antes de dar diez pasos una lanza que provenía de sus espaldas,
pasó volando por encima de sus cabezas contra el hombre blanco. Éste se giró
rápido como el rayo, pero no hizo ningún intento de esquivarla. ¿Fue una
sonrisa lo que Ate'o vio en el rostro de Akuro? La lanza lo alcanzó en el pecho
y lo atravesó. Lo atravesó como si no estuviera allí. Salió completamente por
su espalda y se clavó en el suelo a poca distancia. No parecía que el hombre
estuviera en ningún modo herido. Ni siquiera hizo un gesto de dolor, y
aparentemente no sintió molestia alguna. Eso no era posible. Sin embargo eso
era exactamente lo que había sucedido. Akuro se giro de nuevo, continuando su
camino. Un par de flechas le pasaron a poca distancia de su cabeza. Y otra
lanza más estuvo a punto de darle.
-
¡Deteneos! -. Ordenaron a la vez los dos hermanos. Vieron que Ki'no había
vuelto con un grupo de hombre del pueblo.
- Parad
-. Les gritó Ku'lo -. Ese hombre no es un enemigo. Ha matado al jaguar y nos ha
salvado -.Los hombres que habían atacado sin pensar se apresuraron a
disculparse ante el hombre que algún día sería su jefe. Ku'lo se dirigió ahora
a Akuro y utilizando la lengua de los hombres blancos -. Ven con nosotros al
poblado. Te haremos una gran fiesta.
-
Espera Ku'lo, sé que nos ha salvado pero no podemos llevar extraños al poblado
-. Ate'o no podía creer que su hermano hubiera dicho aquello.
- Tú no
lo entiendes Ate'o. Él no es un hombre extraño. Padre te lo explicará después.
Era
agradable estar sentada sobre las rocas, escuchando como sus hijas practicaban
aquella lengua tan extraña y complicada. La verdad es que a ella nunca le
interesó entenderla, pero confiaba en que sus hijas supiesen lo que decían.
Eran mucho más listas que ninguna otra mujer del poblado, aunque en realidad
aún no eran mujeres. Todavía quedaban muchas lunas para que aceptase que se
fueran con un hombre. Todo era mucho más complicado que con las otras niñas.
Sinia nunca había creído del todo la profecía de la chamán. Era difícil de
creer. Se alegraría mucho si resultase ser cierta, pero no podía creerla. Por
el contrario, su esposo no tenía ninguna duda de que todo acontecería tal como
les predijo la vieja chamán. El hecho de que nazcan dos niñas de un sólo parto
era algo que nadie recordaba que hubiese ocurrido nunca.
- Mamá,
mira que pez más grande hemos pescado -. Le dijeron. Primero en la lengua
extranjera y luego en la de la tribu, tal y como era la costumbre siempre que
practicaban con ella. Akit'a y Aket'a eran las más hermosas de todas las
chicas. Cualquier hombre las querría. Si no estuvieran reservándose, su marido
ya se las habría concedido a alguno de los jóvenes. Varios cabeza de familia ya
le habían pedido que se olvidara de la estúpida profecía y se las entregase a
sus hijos. Pero Tunko'to no cedería, a pesar de que empezaba a temer que uno de
sus rivales, Kaleh, utilizase la fuerza para llevárselas, y así ayudar a que
alguno de sus hijos le robase al suyo, Ku'lo, el derecho a mandar sobre toda la
tribu.
La
vieja chamán llegó hasta donde estaba Sinia. Estaba jadeando y apenas se tenía
en pie. Tomó aliento, e hizo sonar su bastón tres veces contra la piedra, gesto
que anunciaba que lo que tenía que decir era muy importante.
-
Prepara a las chicas. Ha llegado la hora.
- ¿Qué
crees que ocurre Akit'a? -. le preguntó Aket'a a su hermana gemela. Después de
lo que dijo la anciana, su madre las había sacado del río con insistencia y las
apresuró a meterse en una de las cabañas. Todos parecían haberse puesto
nerviosos de repente, pero nadie les decía nada. Un par de ancianas con cara
seria entró en la cabaña y les cepillaron el cabello. Las dos hermanas
idénticas tenían una larga melena negra, que caía lisa por su espalda, casi
hasta la cadera -. ¿Crees que tiene algo que ver con el extraño hombre blanco
que ha llegado al poblado? Apenas he podido verlo, ¿y tú?
- Sólo
le he visto un poco. Tiene el pelo tan largo como una mujer -. Las dos se rieron
-. Y unas pinturas negras muy extrañas por todo el cuerpo -. En realidad las
marcas de Akuro le cubrían la pierna izquierda desde el tobillo a la rodilla,
la parte derecha de la espalda, además del hombro y el brazo del mismo lado.
Mientras tanto las ancianas seguían peinándolas en silencio.
Cuando
el grupo de Ate'o y Ku'lo volvió a la aldea junto a un hombre blanco y cargando
un jaguar se montó un alboroto. Su padre, el jefe, se acercó rápidamente a
ellos, muy serio. Ku'lo se apresuró a explicarle lo que les había sucedido.
-
Padre, creo que entiendes por qué he invitado a este hombre a venir con
nosotros. Le he prometido una gran fiesta.
- La
tendrá, la tendrá -. El jefe Tunko'to miró detenidamente a Akuro. La chamán ya le
había avisado que el momento de la profecía había llegado. Hacía tan sólo unos
días había estado tentado de olvidarse de toda esa historia y empezar a pensar
en los mejores candidatos a los que entregar a sus preciosas hijas. Cualquier
otra, a su edad, ya tenía al menos un hijo o dos.
- Mi
nombre es Akuro, es un placer conocerle, jefe Tunko'to -. El hombre blanco se
había presentado utilizando la lengua de su tribu, los Gonino.
- ¿Eres
tú? -. El hombre blanco pareció confuso ante esa pregunta -. Por favor ven
conmigo, deseo contarte una historia. Ku'lo, Ate'o, venid con nosotros.
Un
grupo de mujeres dirigidos por Sinia se llevaron el jaguar. Lo despellejarían y
cocinarían su carne. El grupo del jefe entró en una cabaña seguido de la
chamán. Ésta se quedó en pie, apoyada sobre su bastón, e indicó a Akuro que se
sentase sobre unas pieles. Los otros tres se sentaron sobre otras pieles frente
a él. Tunko'to en el centro. Fue la anciana la que habló.
- Hace
tiempo tuve una visión del futuro. Un dios honraría a nuestro pueblo con su
llegada. Y he aquí que la visión se ha hecho realidad. El dios se nos ha
presentado, y nosotros queremos agradarle.
- Sois
todos personas muy agradables -. Les dijo Akuro con una sonrisa.
- Fue
poco después de mi visión cuando la mujer del jefe dió a luz a dos niñas casi
idénticas. Y consideramos que esas niñas al convertirse en mujeres debían ser
entregadas a este dios -. A Akuro se le borró la sonrisa de la cara. Había
visto ya a las chicas de las que hablaban. Y le habían parecido muy bonitas.
Pero no le hacía ninguna gracia que se las entregasen así sin más.
-
Padre, ¿es eso cierto? -. Preguntó Ate'o.
- Lo
es.
En ese
momento entró Sinia, seguida de sus dos hijas. A éstas las habían adornado con
varios collares hechos con pequeñas piedras de río talladas con dibujos y
algunas flores. A parte de eso solo vestían un taparrabos. Akuro las observó en
silencio mientras se preguntaba si ellas sabrían lo que su pueblo les tenía
preparado. Parecían ligeramente asustadas y no levantaban la mirada. Sus
hermanos se retiraron ligeramente dejando un sitio a las jóvenes a cada lado de
su padre. La madre se sentó apartada en un rincón.
- Hijas
mías -. Habló Tunko'to -. Este hombre que está frente a vosotras es un dios y,
desde hoy, os convertireis en sus mujeres -. Éstas levantaron la cabeza por
primera vez desde que habían entrado y miraron a sus padres con sorpresa, y tal
vez con algo de miedo en sus ojos negros.
Akuro estaba empezando a indignarse. Toda esta situación le
estaba pillando por sorpresa.
- Jefe,
no conozco sus costumbres, así que espero no ofenderle pero antes de que
continúe deseo hablar a solas con sus hijas.
- Por
supuesto, haremos como gustes.
Se
levantó lentamente y los demás hicieron lo mismo, saliendo uno tras otro de la
cabaña, hasta que solo quedaron Akuro y las dos princesas de la tribu.
Permanecieron en silencio durante un largo rato. Durante esos momentos las
chicas se dieron cuenta de por qué su padre se había negado siempre a que
fueran entregadas a un hombre. Nunca le resultaron muy interesantes los jóvenes
del pueblo. Pero no podían haberse imaginado que serían entregadas a un dios.
Aki'ta se preguntó si sería esa la razón de que hubieran tenido que practicar
siempre la lengua extranjera. Tímidamente intentó calmar sus nervios y
presentarse, utilizando aquel idioma.
- Me
llamo Aki'ta. Y ella es Ake'ta -. Akuro levantó la mano y, con un leve gesto,
le indicó que guardara silencio.
- Sois
las dos muy bonitas. Por favor levantad la cabeza para que pueda veros mejor.
Muy bien. Sí, sois realmente preciosas -. Observó a las dos atentamente en
busca de sutiles diferencias que le permitieran distinguirlas en un futuro.
Ake'ta era ligeramente más alta. Algo que probablemente sería imperceptible
para el ojo humano, pero no para el suyo. Le gustaban sus rostros. Unas miradas
dulces, tiernas. Unas naricillas pequeñas. Y unas bocas, ni demasiado anchas ni
demasiado pequeñas, de labios finos. Deseaba ver sus sorisas. Su pelo también
era muy bonito y limpio. Bastante más cuidado que el de las otras mujeres. Se
fijó en sus pechos desnudos. Grandes, pero no demasiado, firmes y bien
redondeados y simétricos. Con unos pezones sólo ligeramente más oscuros que su
piel. Eran delgadas, más que las otras jóvenes de la tribu, aunque quizás se
debía tan solo a que no habían dado a luz. Dado que estaban sentadas con las
piernas cruzadas no estaba seguro de poder apreciar bien la parte baja de sus
cuerpos. Pero parecían tener unas piernas largas. Su piel daba la impresión de
ser increíblemente suave. Indudablemente eran muy atractivas. Nunca en su corta
vida le había interesado tener una relación con nadie, ni sexual ni romántica,
pero la idea de convertir a estas dos princesas en sus esposas le resultaba de
lo más atrayente. Las mujeres del mundo civilizado siempre le miraban mal, a
pesar de que era un hombre muy apuesto, sobre todo debido a las ropas que solía
vestir, que siempre procuraba que no encajasen con ningún estilo que estuviese
de moda, y también por sus uñas, que daban la impresión de estar pintadas de
negro, aunque en realidad ese era su color natural. Pero seguramente no tendría
que preocuparse nunca de esas tonterías si pasaba su vida con dos mujeres de la
selva, que incluso si alguna cosa de él les parecía raro, se lo consentirían
por considerarle un dios. A él también le gustaba considerarse un dios, aunque
no pensaba mucho en ello -. Imagino que me teméis un poco -. Les dijo en su
lengua -. No tenéis por qué.
-
Estamos un poco nerviosas, pero no tenemos miedo de tí -. Le contestó Ake'ta -.
Es un honor convertirnos en las mujeres de un dios.
- Por
favor no le deis importancia a eso. Debéis entender que cada pueblo tiene su
propio concepto de lo que es un dios. En los otros pueblos de este mundo nadie
me trata como tal. Nadie sabe que soy diferente a ellos. Y quiero que siga
siendo así durante tanto tiempo como me sea posible. Todo resulta más fácil de
ese modo. Hablando de otras cosas más importantes ahora, quiero que me respondáis
sinceramente a la siguiente pregunta. ¿Realmente queréis convertiros en mis
esposas y amantes? Sabed que aunque otros de vuestro pueblo no lo hagan, yo os
doy la posibilidad de negaros, de convertiros en las esposas de otros hombres y
tener una vida normal como las de las otras mujeres de vuestro pueblo.
- ¿No
nos quieres como esposas? -. Preguntaron las dos al unísono con un asomo de
pena en sus tiernos ojillos.
- No es
eso, queridas. Pero no deseo compartir mi vida con alguien que se sienta
obligado a seguirme sin entender lo diferente que será su vida. No quiero que
os sintáis obligadas, ni por vuestra tribu ni por vuestro padre, a complacerme.
Quiero que a vosotras os interese la idea de vivir conmigo, de viajar a tierras
que os resultarán extrañas y a probar cosas nuevas que quizás no os gusten.
Pensadlo bien, pues será una decisión con la que tendréis que vivir el resto de
vuestras vidas. Y confío en poder lograr que viváis más que ninguna otra
persona de este mundo. No permitiré que nadie os obligue a nada. ¿Os parece
bien compartir a un hombre, sea dios o no? Tened claro que yo no aceptaría
nunca compartir a una esposa con otro hombre. También es importante que sepáis
que no podréis convencerme de que alguna vez os de un hijo. Dicho esto, me
haríais inmensamente feliz si me decís que deseáis, desde lo más profundo de
vuestros corazones, vivir a mi lado.
Con la
intensidad que tenía el discurso, las dos princesas se quedaron sin habla un
momento. Nunca habían pensado que podrían escoger a su esposo. Algo dentro de
ambas se encendió. Una cálida sensación en su interior, y las dos supieron en
ese instante que serían felices viviendo con este dios.
- No
importa nada de eso -. Dijo Aki'ta -. Las dos sabemos que será extraño vivir
contigo, y que no entendemos realmente lo que nos deparará la vida desde ahora.
Pero queremos ser tus esposas.
Las
miró en silencio a los ojos, y sonrió ampliamente. Ellas rieron. Akuro, Aki'ta
y Aket'a. Hasta sus nombres sugerían que todo debía ser cosa del destino.
Al
salir los tres de la cabaña, el jefe Tunko'to, se alegró de que el dios hubiese
aceptado a sus hijas. Eso probablemente acabaría con las aspiraciones de
gobernar de su rival Kaleh. No obstante, lo que más le importaba era la
felicidad de sus princesas. Mientras esperaban fuera de la cabaña, pensó que
quizás ellas no se alegraran de ser las esposas de un dios. ¿Se convertirían
ahora en diosas? pensó. Ya lo averiguaría más tarde. Su esposa se adelantó y le
entregó a Akuro el colgante que le habían confeccionado las mujeres con tres de
las garras del jaguar que había matado antes. Éste se mostró muy agradecido.
Años antes, cuando la vieja le contó su profecía, Tunko'to había temido que el
dios fuera un ser temible, pero ahora que lo tenía delante, estaba claro que
era un ser de bondad. Sus hijas se acercaron a él y le pidieron permiso para
enseñar a Akuro el poblado y pasear junto a él. Por supuesto que lo tenían.
Pero era necesario que volviesen antes de que oscureciese. Quería comentarle al
dios algunas de sus costumbres que creía importante respetar.
Resultaba
casi cómico observar las expresiones y gestos de estos mortales a medida que
paseaban por el poblado. Los niños y niñas más pequeños les seguían unos pasos
por detrás. En una ocasión, al pasar junto a una mujer que bañaba a su bebé en
la orilla de un riachuelo, ésta hizo un amago de tocarle un brazo, estirando
ligeramente su brazo libre pero sin llegar a atreverse. La aldea consistía en
alrededor de un centenar de cabañas.
Las chicas explicaron a Akuro que había una casa por
familia, siendo la suya, la del jefe, la más grande. De cerca parecían más
sólidas de lo que había supuesto los días previos mientras observaba desde
lejos. Consistían en tres paredes de troncos puestos unos sobre otros en
posición horizontal, atados con algún tipo de cuerda a otros troncos verticales
que estaban en el interior y clavados a la tierra. La mayoría, aunque no todas,
tenía el mismo suelo dentro que fuera. Aunque estaba nivelado y limpio. El
techo era de paja. No había ninguna organización a la hora de colocar las
chozas. Probablemente cada cual la construía en el que considerase un buen
lugar. Mientras caminaban, Akuro les preguntaba cosas triviales, como si les
gustaban las flores o los adornos de piedras que colgaban de sus cuellos. O si
preferirían adornos de oro como los suyos. Tenían curiosidad por las cosas diferentes.
Eso era bueno pensó. A medida que avanzaba la tarde la confianza de ellas fue
aumentando. Tocaban los pendientes de su oreja, entre risas, incluso metieron
el dedo en las fauces abiertas de la cabeza de jaguar que llevaba al hombro. Le
comentaron que les gustaba su pelo largo, tan negro y largo como el suyo,
aunque en realidad si él lo llevase suelto sería más largo que el de ellas.
También tocaron tímidamente las marcas de su brazo derecho, aunque no
preguntaron sobre ellas. Recordó a una mujer en Miami Beach que se había
acercado a él con intención de ligárselo, y le dijo que le gustaban sus
tatuajes. La pobre no se imaginaba con quién hablaba. Desde luego no eran tatuajes.
Eran marcas, símbolos con los que había nacido. Probablemente se debían a los
gustos y deseos de su último profeta, la última de sus vidas pasadas. Rió al
recordar como rechazó a la chica lo más cortésmente que pudo y la mujer se fue
acusándolo de ser gay. Las gemelas también le preguntaron por sus uñas,
extrañándoles que tanto las de los pies como las de las manos fuesen negras.
Les explicó que su cuerpo era así desde que había nacido. Les dijo también que
a pesar de ser él inmortal, si no contaba sus vidas pasadas, ellas habían
vivido más tiempo. Se rieron a carcajadas, y no estaba seguro de si le habían
creído. Les contó todo. Cómo se había reencarnado de mortal en mortal sin saber
quién era en realidad, y experimentando las mismas cosas que los mortales.
Habló de algunas vidas como esclavo y como emperador. A pesar de eso decidió
callar el hecho de que había nacido como hombre y como mujer. Ya se lo contaría
en el futuro. Insistió mucho en que entendieran que el no había sido siempre
inmortal. Y que cada una de esas vidas tenía su propia forma de pensar y de ver
el mundo. Recordó que algunas de esas personas, de esos profetas como los
llamaba él, habían cometido actos atroces contra la humanidad. Otros eran
cobardes y otros habían vivido haciendo el bien. Les habló de su primera vida
mortal, en la que no había llegado a nacer, perteneciendo a una civilización
que bajó de las estrellas y vivió en la Tierra durante mucho tiempo antes de
ser exterminados por un misterioso enemigo. Las chicas demostraron que lo
habían comprendido. Después le contaron la historia de la pareja que se había
perdido en la selva cuando ellas eran niñas y se quedaron unos meses con su
pueblo y las enseñaron su idioma.
Una
mujer se acercó a ellos junto a sus dos hijos.
- Vuestro
padre ha ordenado que volváis. Es hora de empezar la Lakinata -. La mujer evitó
mirar a la cara de Akuro. De vuelta a la cabaña le explicaron lo que era la
Lakinata. Una ceremonia privada en la que la madre de la mujer que va a ser
entregada a un hombre, pinta el cuerpo de éste. Su significado era la
aprobación de la madre.
No se
sintió muy cómodo durante la Lakinata. La mujer, que se presentó como Sinia, le
había dibujado extrañas figuras tribales sobre el cuerpo con un ungüento azul.
No le quiso preguntar de qué se componía la pintura. No parecía que la mujer
gonino se avergonzase lo más mínimo al pasar las manos por todo su cuerpo. No
dudó en pasarle la mano por el interior de los muslos, las nalgas o incluso
metió su mano ligeramente bajo la zona tapada bajo el taparrabos, aunque no
llegó a tocarle su miembro. Después repitió el proceso con la pintura verde.
Terminado ese molesto ritual, Sinia cogió un cuenco de madera, que estaba lleno
a rebosar de un licor apestoso, y bebió un trago, indicándole a continuación
que él debía apurar el resto del contenido. Luego le quitó el cuenco y lo lanzó
a un rincón oscuro de la cabaña. Se le acercó, le besó en las mejillas y luego
le dio un fuerte abrazo, manchando sus pechos y brazos con la pintura que
acababa de aplicar sobre el cuerpo del dios. Ante la aparente y comprensible
confusión de éste, le explicó que el mancharse de pintura mostraría a su pueblo
que ella aprobaba el matrimonio y el cuerpo sano del hombre. Parecía una mujer
alegre, algo gruesa, pero aún con un rostro bonito a pesar de su edad, que ya
se consideraba avanzada por aquellos lares.
- ¿Hay
alguna otra de vuestras tradiciones que deba conocer?
- No,
ninguna. Ahora saldremos, comeremos, beberemos y reiremos todos juntos -. Sinia
dudó un instante -. Pero si no es mucha osadía quisiera pedirte un favor.
-
Pídeme lo que quieras, no temas.
- Sé
que cuando acabe la fiesta, probablemente te llevarás a mis hijas lejos, a tu
casa. Pero por favor, quisiera poder volver a mis hijas alguna vez -. Akuro no
pudo evitar sonreír. Al parecer la dulzura era un rasgo familiar.
- Te lo
prometo mujer. Nunca ha sido ni será mi intención alejarlas demasiado de su
tribu y de su familia. Volverás a verlas a menudo, y entonces podrán contarte
lo mucho que me esforzaré en cuidarlas, protegerlas y hacerlas felices -. Sinia
le dio un repentino largo abrazo. Al separarse se limpió unas lágrimas de
alegría que le caían por las mejillas.
Ate'o
estaba sentado en el suelo bebiendo agua, y comiendo un trozo de carne. Su hermano
mayor estaba junto a él. Ambos adornados con cintas de plumas en la frente y
los brazos. Su padre, su madre, sus hermanas y Akuro, estaban sentados cerca,
sobre un gran tronco. Todos frente a la hoguera más grande. Había otras por
todo el poblado y alrededor de ellas se reunían, para comer y bailar, los casi
dos millares de habitantes. Le habían contado toda esa historia de la profecía
de la chamán que se había hecho realidad. Le habían dicho que Akuro era en
realidad un dios, y que sus hermanas debían convertirse en las esposas de éste.
Eso explicaba muchas cosas. Pero echaría de menos a sus hermanas. Ellas siempre
se encargaban de hacerle reír cuando estaba triste. Al mismo tiempo, se
alegraba por ellas, por supuesto. Que mejor hombre podían conseguir que un
dios. Tendrían una buena vida. ¿Era ese extraño hombre blanco realmente un
dios? Incluso su madre parecía estar convencida, la cual le había confesado
antes, que nunca había dado mucho crédito a esa profecía. Alguien con unos
tambores pequeños se sentó a su lado. Era la hora de que sus hermanas hicieran
el acostumbrado baile de entrega. Unas flautas sonaron detrás suyo y las
gemelas comenzaron a bailar frente a su esposo, con la gran hoguera a sus
espaldas. Era un baile bonito. Ate'o esperaba que no pasase mucho más tiempo
para que una de las chicas jóvenes hiciera esa danza para él.
Akuro
procuraba prestar mucha atención a todos los detalles del baile. Mayormente
consistía en lentos giros haciendo un círculo con uno de los pies descalzos, al
tiempo que levantaban los brazos. La música no era nada espectacular. El dulce
sonido de unas pequeñas flautas quedaba casi amortiguando por el de los
tambores. Sus mujeres eran preciosas. Todo había ocurrido muy rápido. Apenas
podía creérselo, pero sabía que iba a disfrutar cada momento de su vida con
ellas. Tunko'to le pasó un cuenco de ese horrible licor. El jefe se había
adornado con la piel de jaguar que habían traído esa tarde. Sonreía. Parecía
feliz, o quizás fuese que empezaba a emborracharse. La danza terminó, pero la
música siguió sonando. Sus esposas se volvieron a sentar a su lado. Lo único en
lo que pensaba entonces Akuro era en que ellas sí que parecían realmente
felices. Eso le alegraba. Cogió la mano de Ake'ta, que estaba más cerca, y la
besó. Ese gesto hizo que las dos rieran a carcajadas.
La
música cesó de golpe. Un hombre alto y con una barriga enorme se plantó frente
al jefe y el dios. Era obvio que estaba borracho. Su aliento apestaba cuando
habló.
- ¡Esto
es una tontería! Este hombre blanco no puede ser un dios -. Todos se acercaron
a escuchar lo que decía Kaleh -. Te has inventado toda ésta patraña para evitar
que mi hijo mayor se convierta en jefe.
¡Así
que era eso! pensó Akuro. Una especie de disputa por el trono. A él todo eso no
le importaba mucho. Pero dado que ese hombre le había confiado a sus hijas, y
él estaba ya locamente enamorado de ellas, no podía permanecer sin hacer nada.
No había querido cansarse demasiado, pues el camino a casa, aunque breve,
gracias a su poder, era muy largo y lo dejaría agotado. Sin pensar más en ello
utilizó una de las tres transformaciones que había aprendido a dominar. La de
águila. Sin mediar palabra extendió las alas y alzó el vuelo, girando alrededor
de la gran hoguera. Todas sus plumas eran negras y era algo más grande que un
águila de verdad. No lo había planeado pero la luz de las llamas junto a la
oscuridad de la noche creaba un peculiar efecto óptico. Los hombres y mujeres
asustados que miraban al cielo, veían una extraña ave de llamas negras que
aparecía y desaparecía. Tras coger altura suficiente hizo un picado, pero poco
antes de llegar al suelo realizó una segunda transformación. Una pantera negra
de dos metros de altura derribó a Kaleh. Dejando sus patas delanteras sobre el
pecho del asustado mortal, se paró a ver las expresiones de los demás. Pero no
se atrevió a mirar a sus esposas. No le gustaría nada ver el terror en sus
jóvenes y hermosos rostros. No era su intención asustar a nadie, pero le habían
pedido una demostración y se la había dado. Era interesante observar el mundo
usando una transformación gracias a la energía de maná que palpitaba en su
interior. Hasta la más mínima cosa tenía un aspecto diferente. Literalmente
miraba el mundo con otros ojos. Acercó sus fauces al rostro de Kaleh, el cual
ya no parecía estar embriagado. Fue difícil soportar su aliento, más apestoso
aún para su transformación de pantera.
- ¿Soy
o no soy un dios? -. La voz de ésta transformación era más parecida a la suya
real. No la que había utilizado durante todo el día, para no asustar a nadie.
Su verdadera voz era muy gutural, y daba la impresión de que hablaba con dos
voces al mismo tiempo. Por supuesto le resultaba más agradable usar su
verdadera voz, pero si la usase normalmente, fácilmente amedrentaría a
cualquiera al que hablase.
Cambió
de nuevo a su forma humanoide. La forma con la que nació. Y dejó que Kaleh se
levantara y se perdiese, avergonzado, entre la multitud. Se acercó a sus
princesas con lentitud, se arrodilló frente a ellas y les preguntó en un
susurro si se habían asustado. Ellas le cogieron sendas manos y sonrieron.
- Sólo
un poco. Pero no importa -. Dijo Aki'ta. Akuro se sentó entre las dos -.
¿Puedes transformarte en muchos animales?
- Hasta
ahora solo domino una transformación más. Lleva mucho tiempo, incluso para mí,
aprender a convertirse en diferentes animales y luego conseguir aumentar su
tamaño o cambiar un poco su forma y color -. Se dirigió al jefe y a su esposa
con una amplia sonrisa -. Por favor, que continúe la fiesta.
- Ya lo
habéis oído -. Gritó el jefe Tunko'to -. El dios Águila-Jaguar quiere que todos
os divirtáis y bailéis.
La
fiesta continuó hasta alrededor de media noche. Muchos ya se habían quedado
dormidos. Al final sólo quedaron los recién casados y el jefe de la tribu.
- Es
hora de que os enseñe nuestra casa mis queridas princesas -. Akuro y Tunko'to
se despidieron sin palabras. Pero las hijas de éste último se tomaron su tiempo
para despedirse. Abrazaron varias veces a su padre diciéndole que esperaban
poder visitarlos pronto y contarles las historias que habían vivido junto al
dios. Después se cogieron cada una de una mano de su esposo y se quedaron de
pié frente a la hoguera y de espaldas al jefe, que seguía sentado sobre el
tronco. Akuro respiró hondo y cerró los ojos -. Mantener la calma y cerrar los
ojos -. Tunko'to pudo ver como desaparecieron antes de caer dormido.
Akit'a
y su hermana sintieron un ligero mareo, y luego notaron los rayos del Sol en
sus caras. Abrieron los ojos lentamente. Era de día otra vez y estaban en una
selva diferente. Escucharon el sonido de un río cercano y una cascada. Ante
ellas un sendero se abría paso entre las plantas, pero no podían ver a donde
daba a parar.
- ¿Qué
magia es ésta? -. Le preguntó a Ake'ta a su marido, tratando de disimular el
temor que sentía ante algo que no podía comprender.
- No es
ninguna magia -. Les explicó Akuro -. Así es como viajo por todo el mundo. Para
mí es algo tan natural como puede serlo correr para vosotras. Ahora estamos muy
lejos de vuestra aldea. Estamos en una isla, habitada sólo por pequeños
animales, y rodeados por el mar salado. De ahora en adelante éste es vuestro
hogar. Daros la vuelta.
Al
hacerlo vieron algo que no habían visto jamás. Una extraña estructura compuesta
de madera roja. Estaba situada frente a la ladera de una gran montaña. Cuatro
columnas muy separadas sostenían un tejado negro con una extraña forma y de un
material que no conocían. Más tarde descubrirían que era teja negra. El suelo
de madera estaba un palmo elevado del suelo de tierra. Los troncos habían sido
cortados de tal forma que eran completamente lisos. No parecían sacados de
ningún árbol. Bajo el techo, al fondo de la cabaña sin paredes, se veía algo en
la sombra. Al acercarse más comprobaron que era una pared transparente, que
dejaba ver una casa excavada en el interior de la piedra. Akuro les dijo que se
llamaba cristal, y que no era una pared sino una puerta con un marco de oro.
Empujándola por el centro se abrió despacio. Unas luces se encendieron en el
interior de la casa. Unas luces que estaban en lo alto, incrustadas en el
techo. Entonces pudieron observar bien una casa mucho más grande que la que
tenía su familia en la aldea. Tenía unos sesenta pasos hasta la blanca pared
del fondo. En unos huecos hechos en las paredes de los lados, colgaban unos
estantes. En ellos había raros adornos, y telas de muchos colores. También
vieron unas cajas de madera pintada de blanco, que sabían que se llamaban
armarios y se utilizaban para guardar cosas dentro de ellos.
- Es...
es enorme.
- ¿Cómo
pudiste construir una casa tan grande en el interior de la montaña? -. Preguntó
Aki'ta.
- Antes
había aquí una cueva enorme. Cuando la encontré vi que podía hacer una casa
perfecta utilizando materiales que traigo de otras partes del mundo. Y con un
poco de magia he podido permitirme lujos que ningún humano podría conseguir.
Por ejemplo, el suelo, las paredes, el techo y esos gruesos pilares que lo
sostienen (todo de mármol blanco con adornos de oro) lo conseguí en una ciudad
llamada Dubái. La cama y las telas que la cubren (un colchón gigante de cuatro
metros de lado con doseles de oro y sábanas de seda blanca), sin embargo, los
traje de Egipto y luego dupliqué su tamaño gracias a mi poder. Seguidme.
Akuro
las guió a través de un arco que daba a un largo pasillo con dos puertas a mano
izquierda. Las jóvenes gemelas lo siguieron dócilmente con cara de asombro. La
primera puerta daba a una habitación mucho más pequeña que la anterior. Las
gemelas, intimidadas ante la enormidad de su nueva casa, no tenían palabras.
Había otros armarios de metal y una mesa de cristal con adornos dorados. Otra
extraña mesa de mármol estaba junto a la pared derecha y se extendía hasta el
fondo de aquella habitación. Se fijaron en unos extraños círculos en una zona
sobre ese mármol, pero no se atrevieron a preguntar. Su esposo notó que todo
les estaba resultando demasiado incomprensible. Intentó calmarlas un poco.
- La
siguiente y última habitación os gustará más. Vamos. Es una habitación para
lavarse. Mirad. Esto es una bañera -. Ésta era de porcelana. Estaba encajada en
una esquina y rodeada por baldosas de mármol verde. Sería una bañera como otra
cualquiera si no hubiera duplicado su largo -. Se llena de agua caliente que
sale de este grifo de aquí -. Señaló un grifo de oro -. Y luego sólo te metes
dentro y te relajas. Si os apetece podéis lavaros bajo esos grifos de esa otra
esquina. Es una ducha. Mirad, también sale agua caliente. ¿Por qué no lo
probáis? Yo tengo que preparar una cosa. Os espero en la habitación grande. Por
cierto, en ese armario hay unos frascos con perfume, se echan sobre la piel -.
Salió del baño y cerró la puerta.
- ¿Qué
opinas de todo esto Aki'ta?
-
Podría acostumbrarme a vivir aquí -. Giró una ruedecilla bajo el grifo de la
ducha tal como les había mostrado Akuro momentos antes y el agua caliente salió
desde lo alto. Se quitó los collares y las flores que les habían dado aquella
misma tarde y los dejó en el suelo. Se metió bajo la cascada de agua -.
Aaaahh... mira es muy agradable. ¿De dónde vendrá toda ésta agua?
- Ni
idea. ¿Y cómo es posible que salga caliente? -. Ake'ta se introdujo en la gran
bañera y cerró los ojos.
Así
disfrutaron las dos, durante varios minutos, hasta que su esposo llamó a la
puerta.
- Os
dejo aquí fuera unas toallas, con las que secaros, y unas ropas nuevas y
limpias para vosotras.
Aki'ta
abrió la puerta poco después, pero Akuro ya no estaba allí. Miró al suelo y vió
unas telas dobladas, muy suaves y de color negro, que supuso serían esas
toallas para secarse, y sobre ellas, otras telas blancas, unos vestidos casi
transparentes. Le acercó a su hermana una de las toallas y ambas se secaron la
piel y el cabello rápidamente. Después se pusieron los vestidos que,
ligeramente holgados, que les resultaron muy cómodos, aunque les resultaba
gracioso usar un tipo de prenda que tapase casi el cuerpo entero. Éstos caían
por debajo de las rodillas. Y entonces, algo nerviosas, volvieron a la primera
habitación que habían visto, la de la cama.
Su
marido les esperaba allí, apoyado en uno de los pilares, con una bandeja de oro
en las manos. Sobre ésta había dos pequeñas copas, no de cristal, sino de
diamante. Estaban llenas de un espeso líquido rojo. Sangre. La sangre de un
dios. Se acercó a las jóvenes y les dijo:
- Bebed
esta poción amadas mías, y tendréis una larga vida conservando vuestra juventud
y vuestra belleza -. Las dos cogieron las copas y bebieron hasta la última gota
de su contenido sin vacilación.
-
Tengo... sueño -. Dijo Aki'ta.
-
Creo... que yo... también. Me voy a... caer -. Akuro posó la bandeja en el
suelo y en un rápido movimiento cogió a sus mujeres antes de que cayeran al
suelo. Despacio, las llevó de una en una a la cama, y luego las cubrió con la
fina sábana. Luego se tumbó a su lado y se quedó en silencio durante horas,
deleitándose con su hermosura.
Ésta es
la historia de cómo un joven dios conoció y se casó, en un día, con dos
princesas de la selva amazónica. Vivió más de cien felices años con sus diosas
mortales. Viajaron por todo el planeta, e incluso fueron a la Luna. Pero todo
eso son otras historias.
20/12/2013
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